'El oro negro de Franco'

'El oro negro de Franco' DANIEL ROSELL

Ideas

Espías, petróleo y negocios de sangre durante la Guerra Civil

El historiador Ángel Viñas y el economista Guillem Martínez documentan en un libro cómo el acceso al oro negro y sus derivados ayudaron al bando franquista a ganar la contienda a los republicanos gracias a sus conexiones internacionales

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Ninguna de las condenas morales que los hombres más sabios del mundo –y también los más ignorantes– han hecho a lo largo de la Historia sobre las guerras han conseguido impedir o detener ninguna de ellas. Tampoco han evitado su impacto destructivo sobre la vida, la geografía, la economía y las sociedades que las han padecido, cuando no provocado. Convendría preguntarse por los motivos de este fracaso: nadie –en su sano juicio– elogia las bondades de las matanzas colectivas, pero dicha consideración maligna no ha paralizado nunca la maquinaria de las armas.

Entre las razones que dan para justificar esta contradicción figura la maldición genética que atormenta al ser humano desde el origen mismo de los tiempos: la discordia bíblica entre los dos hijos de Adán y Eva y el consiguiente primer asesinato –la muerte de Abel a manos de Caín– de la Historia Universal. Otros, como Hobbes en su Leviatán, ofrecen una explicación filosófica: Homo homini lupus (El hombre es un lobo para el hombre).

El filósofo Thomas Hobbes

El filósofo Thomas Hobbes VIQUIPÈDIA

Sin ser ninguna de ellas incierta, ambas respuestas obvian un hecho indiscutible: no hay método más eficaz para hacer mucho dinero en poco tiempo que las industrias que se basan en la desgracia ajena. Las guerras son un negocio extraordinario. Y sus víctimas –desde la perspectiva carente de ética que tienen los negocios– simples daños colaterales. Gajes del oficio de matar.

Paradójicamente, en los estudios sobre las grandes contiendas, desde las guerras antiguas a las contemporáneas, esta interpretación es inexistente o, en el mejor de los casos, secundaria y lateral. Los historiadores explican las causas políticas de las guerras pero no siempre reparan –y desde luego no con la profundidad necesaria– en los factores económicos de los conflictos.

Francisco Franco

Francisco Franco Redes

En las guerras primitivas a los guerreros –ya fueran nobles o soldados del común– se les ofrecía un repartimiento de tierras y el derecho al botín, pero lo cierto y verdad es que el negocio mayor no son ya el territorio y las personas –sobre todo las mujeres y los esclavos– sino la guerra misma. Al alterar la organización social hasta dislocarla, provocar escasez y causar hambre, dolor y muerte, la industria bélica convierte el lugar donde suceden las batallas en un mercado excepcional para hacer mucho dinero.

Las guerras civiles, las más crueles de todas, no son una excepción. Especialmente la gran contienda española del siglo XX, cuyos efectos –y fortunas asociadas– se extienden hasta nuestro presente. A estudiar esta perspectiva de nuestro drama histórico se han dedicado durante tres años el historiador Ángel Viñas y el economista e ingeniero Guillem Martínez.

'El oro negro de Franco'

'El oro negro de Franco' CRÍTICA

Ambos firman un ensayo de documentación histórica –El oro negro de Franco. Petróleo y espionaje en la Guerra Civil (Crítica)– que explora la importancia del negocio de los combustibles fósiles y sus derivados –gasolinas, aceites y lubricantes, la sangre de las guerras contemporáneas– en la victoria franquista sobre el gobierno de la Segunda República entre 1936 y 1939.

El trabajo de Viñas y Martínez merece elogios por la encomiable labor de investigación en archivos, memorias y distintas fuentes documentales, incluyendo los anales corporativos de las compañías –españolas y extranjeras– que intervinieron en este capítulo de la contienda. Su libro adolece, sin embargo, de las herramientas narrativas que requiere una relación histórica para trascender el estrecho ámbito de los especialistas.

Camión de reparto de Campsa en la España del monopolio de petróleo

Camión de reparto de Campsa en la España del monopolio de petróleo

La historia que indagan es apasionante –¿cómo lograron los golpistas ganar la guerra sólo dos meses después del alzamiento?– pero, para ser comprendida en toda su trascendencia, necesitaba de herramientas literarias poderosas para dosificar los datos e introducir los hechos y a los personajes con creatividad. Viñas y Martínez han preferido, al contrario de lo que caracteriza a la tradición británica de historiadores, sacrificar en su libro la forma del relato a la abundancia de datos. Es su opción. Pero el efecto que causa en el lector es el de hallarse ante una valiosa monografía académica más que ante lo que enuncia el título: una suerte de novela (sin ficción) sobre el espionaje, los negocios sucios y la sangre de la guerra.

Su aportación documental, en cualquier caso, es valiosa, aunque se vea interrumpida con demasiada frecuencia por la tendencia de ambos a reiterar sus aportaciones a la lectura de la Guerra Civil con una constante, innecesaria y nada modesta recurrencia. El oro negro de Franco explica gracias a su despliegue documental cómo la República tenía perdida la guerra desde el principio gracias a la habilidad de los golpistas para, además de con el apoyo de Mussolini y Hitler (Italia y Alemania, igual que España, tenían que importar petróleo), garantizarse los suministros de las grandes compañías norteamericanas del petróleo. Primero con la Standard Oil de New Jersey y, después, mediante un acuerdo duradero, con la Texaco.

Cartel publicitario de Texaco

Cartel publicitario de Texaco

Este vínculo comercial fue obra de personajes como el plutócrata Juan March o Demetrio Carceller, hombre de confianza de la banca y la burguesía catalana desde los años veinte hasta los sesenta y, durante en el corazón de la posguerra (1940-45), en los años del racionamiento y el estraperlo, ministro de Industria y Comercio con Franco. La trayectoria de ambos, llena de misterios, sombras inquietantes y una notable habilidad para hacer dinero, corrige lugares comunes sobre el apoyo que recibió el bando franquista y documenta la forma de hacer negocios –siempre con un pie en la política– del capitalismo español.

Franco tenía el apoyo de los monárquicos (a los que despreció), los falangistas (a quienes sometió), los terratenientes agrarios del Sur, los industriales catalanistas y los gobiernos del Eje, además de la obediencia del ejército, pero ninguna de estas lealtades hubieran garantizado su triunfo si estos dos hombres, nacidos en la más absoluta miseria y enriquecidos gracias a su astucia, a sus contactos, y a su falta de escrúpulos legales y morales, no hubieran contribuido a su causa. En especial en el caso del segundo, que fue el actor secundario que garantizó el suministro de los combustibles que necesitaba el dictador.

Demetrio Carceller Segura

Demetrio Carceller Segura

Juan March Ordinas, por Ignacio Zuloaga

Juan March Ordinas, por Ignacio Zuloaga

A ellos dos se suman otros personajes, como los altos ejecutivos de la Standard Oil (Walter Clark Teagle) y la Texaco (Torkild Rieber), dos tiburones de los negocios que ayudaron a los golpistas. Franco tenía encarrilada la Guerra Civil en septiembre de 1936, aunque los alzados pensasen en un golpe súbito, hipótesis que se frustró debido a la decisión de la República de resistir, gracias al petróleo, los aviones italianos y alemanes y a la red de espionaje de los monárquicos en Francia, a la que se sumaron los servicios de inteligencia de las compañías petroleras, que informaban al caudillo de la redes de suministro del enemigo para que –con la ayuda militar de Italia y Alemania– hundieran los mercantes y, de esta forma, dejar sin petróleo y gasolinas a los republicanos, que, tras perder los portes de la Texaco, tuvieron que adquirir estos recursos estratégicos de la Unión Soviética, cuyo intermediaria antes y en los años del monopolio estatal de Campsa fue la compañía Petróleos Porto Pi, propiedad de Juan March.

Torkild Rieber, presidente del consejo de administración de Texaco.

Torkild Rieber, presidente del consejo de administración de Texaco.

La alianza entre los magnates del petróleo norteamericano y los militares franquistas era lícita en términos legales –el crudo quedaba fuera de las actividades no permitidas por la Administración estadounidense con terceros países en guerra– y no fue desinteresada, dado que, aunque existiera una generosa línea de crédito –pago a 90 días– y no se cobrasen los fletes marítimos, el bando sublevado tuvo que abonar sus pedidos, igual que sucedió con la ayuda de los italianos y los alemanes.

Los combustibles refinados permitieron volar a los aviones que bombardeaban los frentes de guerra y movilizar a las tropas de Franco, instalado en Burgos, donde Carceller, director de Cepsa, la petrolera privada, había llegado andando desde El Escorial tras huir disfrazado del Madrid rojo. Días después de llegar a Burgos con lo puesto, el empresario aragonés, criado en Tarrasa, enriquecido gracias a sus contactos y acuerdos con las compañías americanas y venezolanas, y dueño de la refinería de Tenerife (el puerto de llegada de los petroleros, ajeno al monopolio), ya estaba en un hotel de Lisboa, negociando con los agentes internacionales los suministros del bando de Franco, que se quedó con España como botín durante cuarenta años gracias a sus soldados del petróleo. Todos murieron ricos.

Anuncio de la Texaco (1928)

Anuncio de la Texaco (1928)