'Historia y utopía': el Cioran más político
El filósofo plantea la posible maldición de Occidente, que ha producido esos hombres de negocios, "esos abarroteros, esos tramposos de mirada nula"
4 septiembre, 2023 19:00Tusquets recupera, en traducción de Esther Seligson, este breve tratado político de Emil Cioran, Historia y Utopía, escrito entre 1957 y 1960, y que había aparecido ya en 1988 en la mítica colección Marginales. Es el octavo libro de Cioran que recuperan los editores, en una meritoria labor de actualización de uno de los clásicos que más pueden definir nuestra atribulada actualidad.
Parece mentira que este libro fuera escrito en 1960. Gran parte de la filosofía actual, que ha de volver a convivir con amenazas nucleares y con una nueva irrupción del fascismo, transita por caminos muy parecidos. La filosofía literaria de Joan Carles Mèlich, por ejemplo, también procede del desengaño de toda metafísica y toda moral. Y la cancelación del futuro que intentan combatir algunos postmarxistas que también luchan contra las utopías de control y el determinismo tecnológico. Lo que pasa es que Cioran no considera que el futuro haya sido cancelado, sino que las utopías son mentira, y que por lo tanto cualquier futuro es una “nulidad”: “La armonía, universal o no, no existió ni existirá jamás”, sentencia (p.144).
En esa labor de desenmascaramiento (¿una genealogía?), Cioran apunta al aburrimiento como a una de las principales causas de la erosión del sistema liberal: “¿No sería la historia en última instancia el resultado de nuestro temor al aburrimiento, ese temor que nos hará siempre amar lo picante y lo novedoso del desastre, y preferir cualquier desgracia al estancamiento?” (p.136). Parece que nuestros políticos y empresarios se hayan convencido de que para fomentar el consumo no exista un poder más persuasivo o un resorte más eficaz que el miedo y los apocalipsis de bolsillo. Y, de hecho, ¿qué es un smartphone sino una inyección en vena de urgencias delirantes y noticias preocupantes? Cuando no reclama nuestra atención una chorrada lo hace un Fin del Mundo inminente que exige nuestro activismo, nuestra militancia, nuestro hiperpartidismo y el exilio inmediato también de todas nuestras neuronas. ¡Vota a un payaso! ¡Apoya el cambio! ¡Eres libre si compras esto! ¡Nuestra política es la única transformadora! ¡Sé el más guapo y el más now! ¡Si visitas esta playa el amor te iluminará para siempre!
En el siglo XXI, ya no es el sacerdote el que nos llena de congoja y vergüenza por existir, sino nuestro teléfono. Lo “picante” son las dictaduras, los bufones convertidos en emperadores, los toreros o los chulos bendecidos con cargos públicos, los asesinos, los dictadores carismáticos, los destructores de derechos civiles, nos encantan los líderes bárbaros, los ladrones simpáticos y los mafiosos sonrientes, y les reímos todas las gracias a los elementos más primitivos de nuestra sociedad, que orinan sobre la cultura y la ciencia, y nosotros aplaudimos su grosería y deseamos que su crueldad arbitraria nos aniquile pronto. Sólo bajo la sociedad del espectáculo puede mantenerse el sistema neoliberal, la utopía de la jungla, porque si la gente se aburre empiezan a crecer y a reproducirse los Nerones y los Robespierres.
“¿Quieres construir una sociedad en la que los hombres no se dañen unos a otros?”, pregunta Cioran. Y responde: “Haz participar sólo a los abúlicos” (p.135). Sólo la anemia garantiza que se conserve la democracia. Y pone como ejemplo a Suiza, quintaesencia del sistema totalmente aburrido y ahistórico. España no escapa precisamente de este proceso de desarme mental ciudadano. Cioran entendió perfectamente cuál sería el papel de los subciudadanos occidentales de hoy, ciberproletariado babeante cuyo papel se limita a consumir baratijas y ansiolíticos, presenciar bagatelas y generar datos comercializables. Un ejército de bobos enganchados a videojuegos es el ideal humano que fomentan las autoridades, que han alejado astutamente a las masas de las fábricas y al alumnado de los libros y las inquietudes demasiado intensas.
Mentira utópica
Parece que Cioran estuviera pensando en nuestro insufrible régimen de Happycracia cuando redactó el siguiente comentario: “Quien ha rozado el infierno, la desgracia planificada, encontrará su terrible paralelo en la ciudad ideal, lugar de felicidad para todos, y que resulta repugnante para quien mucho ha sufrido: Dostoievski se mostró hostil a ella hasta la intolerancia” (p. 139). Cioran sabía perfectamente que bajo los regímenes de la felicidad universal se escondían los regímenes en los que nadie era ni pasablemente libre ni feliz. Y lo sabía porque había conocido de primera mano tanto el fascismo como el comunismo. Y aunque se defina como un “liberal” le cuenta a su corresponsal rumano toda la hipocresía y la miseria que hay detrás de los brillos occidentales, que ni mucho menos le ilusionan.
Profetiza también Cioran de algún modo el milenarismo actual: “Hoy en día, reconciliados con lo terrible, asistimos a una contaminación de la utopía por el apocalipsis: la “nueva tierra” que se nos anuncia afecta cada vez más la figura de un nuevo infierno” (p.124). La palabra que no acaba de salirle es “distopía”, el reverso necesario de la utopía y su otra cara más apegada a la realidad. Porque, como no la podemos mostrar, preferimos copar todos los escenarios con la mentira utópica, aun cuando esta constituya un modelo tan uniforme y mecanizado que sólo sirva para causar espanto. Es posible que acertara porque ya oliera qué tipo de sociedad estaba naciendo, la del crecimiento sostenido, y nosotros sabemos de qué habla porque nos ha tocado sufrir la fosilización de los valores de 1968, su transformación agotada en opciones intercambiables de consumo, su éxito olímpico y las consecuencias de su horrible expansión planetaria. Y esa es la fatiga que nos mantiene sentados y obedientes, incapaces de imaginar con algún resto de autonomía. “Solo actuamos bajo la fascinación de lo imposible: esto significa que una sociedad incapaz de dar a luz una utopía y de abocarse a ella, está amenazada de esclerosis y de ruina” (p.106). Esto es lo que nos ocurre: nuestras utopías no sabemos distinguirlas de los chistes de la prensa: somos un chiste, una pura imposibilidad ridícula. Son más reales los chistes que las leyes. Nos avergonzamos tanto de nuestro servilismo que renunciamos totalmente a movernos en cualquier sentido. Nuestro ideal humano es permanecer sentaos en el sofá comprando paraísos rápidos. Nuestras utopías son una casa, un calzado, un coche, una cara falsa, un helado crujiente, unas cejas, un reloj determinado, este tipo de cosas.
En esta situación van apareciendo toda clase de arbitristas, bufones y revolucionarios de estufa: “El aire es irritante: ¡que cambie! Y también la piedra. Y el vegetal, y el hombre. Más allá de las bases del ser, se querrá descender hasta el fundamento del caos para apoderarse de él y establecerse ahí” (p.107). Todos cancelándonos, o bloqueándonos, invisibilizádonos, aprobando leyes declarativas, imposibles, incomunicádonos los unos de los otros, por motivos risibles, como marionetas, como niños llorones, porque la sociedad ya no permite nada, ni crear, ni pensar, ni maniobrar, y en algún lugar tiene que estallar la tensión, la ilusión de que somos realmente revolucionarios. Sólo así podemos seguir engañándonos entre juguetes y bisutería sin pensar en nuestra preocupante intrascendencia.
En Historia y utopía hay párrafos que podían haber sido escritos ayer mismo: “¿Qué maldición le cayó [a Occidente] para que al término de su desarrollo no haya producido más que esos hombres de negocios, esos abarroteros, esos tramposos de mirada nula y sonrisa atrofiada que uno encuentra por todas partes, tanto en Francia y en Alemania inclusive?”. Esa maldición es la culpa y la erosión que sobreviene sobre cualquier Imperio cuando desata en parte los nudos del militarismo y las naciones subyugadas empiezan a convertirse en potencias rivales que se ciernen sobre la metrópoli en ruinas, prestigiosa aún.
Tolerancia tranquila
Se trata del libro cioranesco más sistemático, y está escrito en una prosa con empaque solemne, que ha bebido de Maquiavelo y, sobre todo, de Tácito. En la carta a un lector rumano de 1957 que abre el volumen, Cioran explica cómo abandonó sus coqueteos con el autoritarismo más enloquecido (su propuesta de juventud era liquidar a todos los mayores de cuarenta y cinco años siguiendo un ideal de pureza y energía social) para convertirse en un viejo liberal cascarrabias fascinado por las locuras homicidas de los dictadores. En nuestra tradición tenemos el caso parecido de Pío Baroja, liberal enamorado de los espadones. Los casos de Julio César, Hitler y Stalin enamoran a Cioran porque le reportan la medida de lo que un ser humano es capaz en su delirio de poder. Parece que el Bien es una quimera, o una ingenuidad: sólo existen el poder, la envidia, el egoísmo y los deseos de liquidar al adversario: esto es el hombre, un asesino depredador enfrentado a su propia poquedad. Solo el tiempo sana estas úlceras de envidia y estos apetitos de abismo. La condición liberal, el respeto y hasta la amistad hacia el rival, sólo llegan como un acto de renuncia, y esto es lo que Cioran acabó encontrando en París: estabilidad, deserción, vacío, tolerancia tranquila.
Es lo que no entienden nuestros legisladores europeos actuales: no se apagan los incendios con napalm, sino con astucia conservadora. Los espasmos de activismo son como tornados que agitan el fango de donde salen los pequeños Pol Pots y los Calígulas. La democracia es vulgar y prosaica, porque toda forma de épica va asociada a una dictadura utópica, que lo arruina todo y lo deja todo encharcado de sangre. Lo demuestra a lo largo del segundo capítulo, Rusia y el virus de la libertad, imprescindible para entender qué está pasando allí ahora mismo.
Sólo al final de libro aparece un brillo tenue propositivo o esperanzador, y tiene que ver con la fuerza psíquica interior: “No hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos, y como en el yo del yo; todavía falta, para encontrarlo ahí, que hayamos recorrido todos los paraísos, los acaecidos y los posibles, haberlos amado y detestado con la torpeza del fanatismo”, por lo tanto la paz o el equilibrio en Cioran es una forma de hastío, un volver de todo por haberlo probado todo, un apurar el fracaso. ¿Volvemos a Spinoza? Porque Cioran, más griego que nunca, opina que la ataraxia sólo puede llegar en forma de decepción y vacío: “Pero acaso un vacío que otorga la plenitud no contiene más realidad que la que posee toda la historia en su conjunto?” ¿Qué puede significar este cierre? ¿Que la Historia es mentira, la épica un imposible, las redenciones unos timos y las utopías una completa farsa?
Progresistas y chauvinistas, aléjense de este libro. La única oportunidad que le queda a la democracia es no querer significar nada, como el Cosmos, renunciar a todos los titulares históricos y resignarse a construir y convivir en voz baja, controlando a los bufones que mandan y vigilando también de cerca a los visionarios y redentores místicos, no sea que empiecen a soñar otra vez con gloriosos baños de sangre, sociedades puras y maravillosas masacres purgativas. Es la única ventaja con que aún contamos en 2023 para no empezar a parecer que volvemos a 1914.