Robbe-Grillet: cine, ensayo y poesía
Abada publica ‘La musa inquietante’, el nuevo ensayo de Alberto Ruiz de Samaniego alrededor de ‘L’Immortelle’ (1963), la primera película como director del escritor y teórico de la ‘nouveau roman’
20 noviembre, 2022 20:00De aquel Perec –cuyo El hombre que duerme desmenuzara en su último ensayo en Abada– a este Robbe-Grillet, donde otra ciudad, aquí Estambul, allí París, aparece extrañada, soñada, imaginada, al igual que la huidiza mujer que la habita entre-planos, a partir de una arqueología fantasmática y mítica, el tránsito parece natural, como si Alberto Ruiz de Samaniego se hubiera transformado en ese lector indispensable que este último autor, en su confesional Le miroir que revient, reclamara para su práctica literaria y fílmica: alguien capaz de aventurarse en los agujeros negros del relato. Uno donde, suspendidos los acuerdos con lo real, las piezas ya no encajan y los instantes se acumulan, salido el tiempo “de sus goznes” (como a Deleuze le gustaba decir, tomando prestados los términos de Kant).
Para este arte de la écfrasis, curiosamente, se necesita a una persona tan obsesionada en las posibilidades de las imágenes y los sonidos como el protagonista del objeto de estudio, el N. de L’Immortelle (1963), aquel hombre nefasto pero visionario que, enganchado y atrapado por una imagen –Ruiz de Samaniego nos recuerda dos famosos precedentes fílmicos, el Scottie de Vértigo (1958) y el narrador de La Jetée (1962); a los que podría añadirse uno literario, el melvilliano Pierre de Pierre o las ambigüedades (1852), otro marinero en puerto– persigue sin aliento su esencia, metaforizada en un cuerpo deseado de mujer que captura la pulsión voyerista para deshacerla entre los pliegues de un tiempo en desorden.
L’Immortelle, que Robbe-Grillet siempre consideró fracasada, por demasiado cerebral (los instantes en que el cine pulveriza lo real no son de igual factura ni naturaleza que los literarios; eso lo aprendió, regalos del azar, aquí el cineasta, cuando la impredecible realidad le regaló el plano del ataúd comenzando a cruzar la plaza vacía, su favorito del film), resulta, por otro lado, un ejemplo canónico con el que enfrentarse a las categorías del cine moderno según Deleuze, pensador que, me parece, siempre echó mano del autor de El año pasado en Marienbad precisamente por encajar su cine a la perfección en su teoría sobre la imagen-tiempo, sobre todo en su fase inaugural, ahí donde la indiscernibilidad entre real e imaginario –rumbo a ese potencial de lo falso que nadie encarnaría mejor que Welles y su cadena de falsarios, alumbradores de nuevas verdades, de nuevas morales– deparaba primero una inflación de tópicos a desmontar.
Así, este laberinto, este puzle mental donde nos introduce la obsesión del protagonista, produce en un primer estadio una acumulación de herrumbre audiovisual –dominio de lo “onírico-turístico”, en feliz acuñación de Ruiz de Samaniego–; se trata de la fijación de la ciudad en postal, en reflejo literario (de Pierre Loti a Las mil y una noches), y de la mujer en cliché, estatua, ninfa, prostituta… bártulos imaginarios no tan distintos, como recordara el propio cineasta, que fue obligado a filmar en Estambul por la productora, a los que ofrecía la contemporánea aventura de Bond, Desde Rusia con amor.
Pero el tópico es una necesaria primera pirueta en el trampolín que antecede a la ejecución del salto mortal en el abismo del tiempo y en los espectros de la memoria, pues incluso los estereotipos eróticos más asumidos y acendrados en la mente creativa de Robbe-Grillet –la mujer en la parálisis del sadismo y la pederastia– responden a la voluntad de capturar, detener y transformar una fuerza motriz en un cristal de tiempo, en aquello que Deleuze denominaba una situación óptica-pura, dándose de esta forma nacimiento a un relato fracturado, fractal, donde el progreso queda sustituido por una red agujereada de repeticiones, de bifurcaciones especulares, de contradicciones.
“Usted es extranjero y está perdido”, le empieza a contar la mujer a su perseguidor, y también a nosotros, en una de esas hipnóticas descripciones marca de la casa que ya ritmaban la anterior El año pasado en Marienbad y que aquí, de nuevo, traen noticias de una palabra desencadenada que, en su musical minuciosidad, acaba por perder contacto con la realidad en que supuestamente se apoya hasta adquirir una extraña autonomía que prefigura el vislumbre de otras posibilidades, de otras maneras de narrar lo real y de explorar sus incertidumbres.
Transformado el objeto de deseo en enigma, en fuerza ingobernable –indeterminación de estatuto que contamina a las imágenes, en Robbe-Grillet fuerzas inasibles armónicas con el mar, y, como éste, igualmente descontroladas, móviles, irracionales, así el deseo; así la muerte–, sólo queda proponer, inventarle salidas al laberinto al que termina por sucumbir el protagonista, explorador fallido de la pasarela femenina donde se prueba los disfraces la musa inquietante. Ruiz de Samaniego recoge ese guante y, como nos advierte, asume el juego de ordenar los signos, de atrapar a la inmortal L, elle, Lale, Leila, Eliane, Lucille como imagen migrante, de escudriñar, con Warburg, sus Wanderungen, es decir, sus excursiones en el tiempo, los gestos esparcidos que nos informan de una supervivencia de lo antiguo en lo moderno, cita acronológica en la que el mito reactiva y reinventa, ya en un paisaje de ruinas, la insistencia de un pasado que no termina de pasar.
Hablamos, en definitiva, de tener mejores visiones que las del apático N., de cómo afilar un ensayo de desciframiento que siempre se recorta de una pulsión de muerte, y de perseguir la “fluencia del fantasma femenino y su circuito imaginario de asociaciones”, el abigarrado cúmulo de leyendas y mitos (de Diana y Acteón a la Gradiva de Jensen, de los misterios de Eleusis al Cántico espiritual de San Juan de la Cruz) sobre raptos, luz, virginidad, diosas intocadas y voyerismos de condición más o menos violenta. Al fondo de ese rostro que nos mira y esboza el primer micromovimiento de una sonrisa –el de la estatuaria Françoise Brion–, auténtico plano-emblema de L’Inmortelle, está el vacío, el acantilado rocoso que amenazaba al Pierre de Melville, también aventurado en las simas de una faz interna entrevista en la duermevela, fuerza destructora e igualmente motor de cambio, pulsión liberadora.
Y mientras cerca lo abierto y lo agujereado, tantea los enredos de la reinvención y lo interminable del mito desde el que se hacen y deshacen las narraciones, Ruiz de Samaniego deja caer en estas mismas páginas una bella hipótesis sobre ese otro cine de poesía que ya no es el de Godard-Reverdy (las asociaciones dialécticas, las concomitancias lejanas y justas) ni el de Pasolini (el de la aparición de lo inédito, el lenguaje escrito que dejaban en el celuloide cuerpos y lugares) y que aquí encarna Robbe-Grillet con sus –de nuevo hallazgo certero– planos ready-made; en ellos, en los parámetros de su superficie polimórfica, y ya no en el engarce lógico entre las tomas o en la psicología que la continuidad invisibilizada tejía entre personajes y espectador, acontece la sospecha de otras virtualidades, la libertad de los deslizamientos del placer asociativo.
No se encuentran lejos estos planos-fragmento de ese gran cristal roto del que nace todo el cine de Robbe-Grillet (niño tranquilo de sueño agitado, como en una ocasión se definió), de los de un David Lynch, tampoco, ya en el entrecruzamiento de los bloques de tiempo a la deriva, de la también particularísima poética del chileno Raúl Ruiz, para el que cada transición entre tomas, incluso entre ángulos, engendraba la probabilidad de un cambio de dimensión, siendo el cine para él, diría que para toda esta familia algo marginal, una especie de colisión de mundos con la temporalidad desincronizada.