Pasolini, sueño de cuerpos y lugares
El centenario del nacimiento del poeta, escritor y cineasta italiano, cuya obra transita desde el neorrealismo al hermetismo enigmático, resucita al artista polémico en perjuicio del creador
6 mayo, 2022 22:00La efeméride, mala consejera, nos devolvió a Pasolini, un poco en el mismo lugar de siempre, sobre todo en el fango de Ostia –lugar del que nació ese caso que tanto tapa–, sin mucha novedad en el frente. Lo mejor que leí sobre él durante los últimos años –justo cuando no recuerda nadie– fue una crítica, bien argumentada, de Federico Rossin a raíz de la recuperación del Diario di un maestro (1973), en la que arremetía contra su manera de fetichizar y mitificar a ese subproletariado de raigambre campesina al que por entonces llevaba tiempo cantando el gorigori mientras su colega en activo, Vittorio de Seta, demostraba en aquella serie de televisión que aún valía la pena luchar por aquellos complicados niños del Tiburtino que, no sin esfuerzo, terminaban por reverdecer sus vínculos con la cultura proletaria de sus padres, verdaderos resistentes. Como todo acaba por degradarse, Pasolini siempre gana, venía a decir Rossin, a quien le conmovía sobremanera aquel profesor entregado, menos visionario y profético pero alérgico a la decadencia, “hostil al peligroso goce de las ruinas”, que protagonizaba el inolvidable serial de un De Seta que, a la vejez, también se iría pasolinizando.
No ha sido escaso el número de comentadores, más o menos ilustres, que han tratado sobre la negatividad de Pier Paolo. Fabulosas páginas se han escrito sobre la imposibilidad de su postura, de aquel inviable anhelo –así Cacciari– por una Italia pobre y arcaica, luego volcado en el Tercer Mundo; de aquella desilusión arrasadora, de la desesperación personal que quiso, al decir de Alfonso Berardinelli, materia de interés público: se trata del Pasolini siempre a la contra, afilando su condición de eterno imputado –alrededor de 80 denuncias por obscenidad– y su retórica defensiva ante la sociedad consumista, en continuo rearme neocapitalista desde que tomara el relevo al fascismo.
Quizás fuera Pietro Barcellona quien mejor expresara a este Pasolini no sólo contradictorio, al considerarlo encerrado en una auténtica “ontología de lo aporético” complicada por la paulatina desafección de unos correligionarios comunistas sorprendidos en alianza con sus enemigos naturales ante esta nueva e inclasificable amenaza. Utopista nostálgico (Contini), complaciente en la derrota (Fortini), alarmista incorregible (Bazzocchi)… Nuevas capas se han ido añadiendo luego, ya muerto el poeta, cuando en los nuevos foros de poder su apologética homosexual no fuera suficiente para remontar la condición etnocéntrica y orientalista, su postcolonialismo mal digerido, y los jóvenes empezaran a dejarlo de lado como referente.
De este proceso vital ya había sido espejo su propio cine, aquel lento y paulatino descenso, desde la supuesta herencia neorrealista de sus primeras películas a esas propuestas cada vez más complicadas, de la imaginación picaresca de Pajaritos y pajarracos (1966) al hermetismo enigmático de Teorema (1968), luego, apocalíptico en Pocilga (1969), finalmente, tras la decepción de la trilogía de la vida, insoportable, en Saló (1975), aquel objeto estéticamente autónomo –demostración geométrica, como lo llamó Deleuze, sin lugar para metáforas o metonimias– donde para muchos ya resultaba imposible dilucidar la posición del autor, si bien Pasolini, de la primera película citada, dijera que era indefensa, delicada; y de la última que no sabía muy bien por qué la había hecho. De ellas y de los últimos escritos –corsarios, heréticos, luteranos– emerge ese escurridizo oráculo que ha suministrado eslóganes en Italia tanto a la extrema izquierda como a los nostálgicos mussolinianos, que sigue nutriendo de argumentos, por el ancho mundo, a articulistas de ideologías contrapuestas.
“¿Cuándo vas a dejar de hacer cine?”, le preguntó un día por carta Italo Calvino, algo envidioso seguro, quizás también preocupado de que las imágenes y los sonidos inocularan aún más ambigüedad en los discursos de Pasolini. No fue el único que vio con malos ojos esta profundización en lo real de quien tras sondear la materialidad de la lengua en los dialectos del Friuli dejara atrás la lírica rumbo a lo desconocido.
No debió ser sencillo, para los intelectuales que lo rodearon, aquel éxito en el nuevo medio de quien no sabía nada de la técnica cinematográfica, de quien llegaba al inaudito encuentro con una semiología sin signos, ingenua –el cine como lenguaje escrito de la realidad, uno con el que aniquilar las metáforas, traicionar las palabras–, un puñado de intuiciones y aquel bagaje iconográfico de las clases de arte de Roberto Longhi, escuela primordial de montaje entendido como viaje insospechado entre-cuadros, por sus detalles, ahí donde la imagen acontece, aparece, fulgurante, afilada, dentro de unas coordenadas lógicas, de un pacto de sentido. Se parecía, como advirtiera Contini en memorable hallazgo, al cine mexicano de Buñuel, pero puesto a oxidar.
Para entender y sobre todo sentir a Pasolini conviene acercarlo a Fellini, aquel “hermano antagonista”, según la significativa descripción del director de Accattone. Pues no estamos aquí lejos de aquella sístole/diástole entre ilusión y desilusión que fundamentara el cine felliniano, como apuntara con agudeza Jacqueline Risset en su fabulosa monografía sobre El jeque blanco. En Pasolini, es cierto, se activan otras dialécticas (vida y muerte, oralidad y escritura, irrealidad y realidad, tradición y modernidad, sagrado y profano…) pero se escenifica, me parece, una similar constatación de la impotencia última del arte frente a lo real.
La justamente famosa iluminación pasoliniana según la cual hacer cine se parecía a “escribir sobre un papel que arde” expresa esa experiencia extática, ese vislumbre de lo sagrado, la instantaneidad que el artista quiso compartir con el público, un testigo que siempre llega tarde y al que luego, a veces más de lo conveniente, tratará como al enemigo, al considerarlo insalvable, incorregible, incapacitado para la belleza de los cuerpos y los gestos. Esto explicaría, igualmente, la tan cacareada pulsión de muerte alrededor de Pasolini, que, si nos ceñimos a lo esencialmente fílmico, se desprende de esta kafkiana salvación por el fragmento, del arañazo a lo que se sabe condenado de antemano.
Así, aquello que Longhi extrajera sobre el arte de Caravaggio bien podría habérselo aplicado a su soñador exalumno, quien también dispusiera frente a la cámara una nueva realidad, bajo una luz dramática inédita para, asimismo, extrañar finalmente una escena –como el pintor mediante el reflejo de sus criaturas en el espejo– que ofrece la sensación de yacer suspendida, con ese exceso de verdad “que la hace parecer muerta”.
Para Pasolini sólo parece haber representación si, en el mismo esfuerzo, se permite advertir el vacío que la soporta, la mortalidad que la sostiene. A quien haya tenido la suerte de ver alguna de sus películas en blanco y negro en 35 milímetros, sea Accattone, Mamma Roma o El Evangelio según san Mateo por ejemplo, le costará poner palabras a esa vida palpitante, a ese real a trozos que desafía la obligación narrativa y que reanima la luz del proyector como único sol posible, retrospectivo, difunto. Quizás a aquella fuente se refería el poeta al finalizar su poema ‘Análisis tardío’ con el verso “adoro la luz sólo si no ofrece esperanza”.
Esta naturaleza moderna del cine de Pasolini, que, incluso en su extrema singularidad, vendría a corroborar la idea deleuziana del momento neorrealista como una respuesta compartida a un desgarro perceptivo y sensoriomotor, es decir, alrededor de la incapacidad de responder convenientemente a un estímulo paralizante, sea por su belleza radical, sea por su horror constitutivo, ha privilegiado, sobre todo entre la cinefilia, su cine más frágil y grácil. Hablamos de aquellos esbozos apasionantes –Sopralluoghi in Palestina per il vangelo secondo Matteo, Appunti per un film sull’India, Appunti per un’Orestiade africana– que renovaron los votos lumierescos, como si el cine reinventara su contrato con la realidad y, humilde, a ras de tierra, ensayara un pensamiento sensorial e intelectivo que no escondía su esencia de tentativa balbuceante –Pasolini sólo llevaría adelante la adaptación bíblica, no así los otros dos films alegóricos y neo-trágicos– y condenada al fracaso.
De ellos sobreviviría una voz inconfundible, el aliento de una fragilidad conmovedora –que no hace demasiado reverdecimos gracias a la tardía recuperación del cine de Cecilia Mangini– que en estas películas a medio hacer dan noticias de un espectáculo del yo, una puesta en escena de un sí mismo que resume lo que fue Pasolini, un narrador prodigioso, un contador de cuentos, un inquisidor expresivo. Alegría rauda e inquieta de la forma como sustitutivo pesimista de esa otra, inefable, la de los niños pobres de la India o de Eritrea, la sonrisa irredenta de Ninetto Davoli, que siempre quedaría para Pasolini como enigma irresoluble al que sólo cabía rendir pleitesía.
Habría sin embargo que entrenarse para advertir esta vibración de lo real, de las posibilidades innúmeras tras el velo de la escritura que clausura, incluso en su cine más abrasivo, más rabioso –Pasolini l’enragé se tituló el extraordinario capítulo-entrevista de Fieschi para los CNT de Labarthe y Bazin– con el que el cineasta nos turbara, nos agrediera. El mejor libro que se haya escrito sobre él (en italiano, originalmente, en 1981, es decir, no mucho después de su asesinato; más tarde traducido al inglés, hace muy poco, en 2017), Pier Paolo Pasolini: corpi e luoghi, redactado y compuesto –se trata de un largo montaje de fotogramas de sus películas— por Michele Mancini y Giuseppe Perrella, puso, en este sentido, la primera piedra en el camino.
Se postula en él un acercamiento a la obra como mosaico de fotogramas, como montaje versátil de trozos, de restos, que permiten afrontar la filmografía pasoliniana fuera del orden de las diégesis –de aquellas historias condenadas a muerte– y asumirla como eso, como reunión de cuerpos y lugares, restos de la humanidad sagrada que subyugara al poeta. Para ello conviene ser sensible a la corriente subterránea que atraviesa toda su obra, y así, quizás ser capaces, por fin, de nombrar la escurridiza franqueza que entorpece su cine según los cánones tradicionales. Nos referimos al resquicio por el que la preparación de la película, la aventura en torno al set de rodaje, se transpone una vez que atraviesa el mórbido tamiz de la forma definitiva.
El cine se asume, de esta manera, como espacio de milagros, revelador de una escritura corporal compuesta por gestos, mímica, risa, expresiones singularísimas contrarias a la afasia y a las posturas regladas por la sociedad dominante. Fue esta experiencia de cine lo que permitió a Pasolini mirar de otra manera a cuerpos y lugares, y para ponernos a su altura parece necesario detectar y celebrar, en la obra sellada, la callada apertura que la convierte en ese casting eterno, en ese campo de pruebas que Mancini y Perrella nos sacan a la luz acercando fotogramas fuera de toda evidencia, de toda lógica y cronología clara. Se presenta así su cine como un proceso archivístico, ofrendas catalogadas bajo la mirada de un antropólogo heterogéneo y experimental para quien el cine posibilitó una reorganización sensorial e intelectual del mundo.
Desde esta atalaya, desde este libro-exposición, se empieza a ver más claro, a entenderse mejor el extraño sacerdocio, la misión pasoliniana, su peregrinación desesperada hacia un Tercer Mundo en sentido lato, en tanto que margen de todo set, en tanto que afuera, intemperie y desierto. La búsqueda de una geografía para rodar, donde reunir a los cuerpos amados, o simplemente deseados, a los amigos, a la familia, donde encarar obsesiones, ahí donde se cruzan, inesperadamente, los destinos –del intelectual, de los artistas, con los de los no-profesionales, incluso del lumpen–, explica la enérgica apuesta de Pasolini por el nuevo medio así como su doloroso límite e inevitables contradicciones. Son las vivencias de esos lugares y esos cuerpos —un off que trasciende el que dibujan las discretas ausencias del juego gramatical de las películas– lo que hay que aprender a vislumbrar en este cine, ahí donde la vida se manifiesta con mayor fuerza de lo habitual para luego escurrirse entre los dedos.