Javier Marías, el cine y los fantasmas
El séptimo arte, con el que el escritor estuvo relacionado por vínculos familiares, primeros trabajos y preferencias culturales, no logró trasvasar la riqueza de su literatura a la gran pantalla
13 septiembre, 2022 18:10“Mi infancia está asociada al cine más que a casi ninguna otra cosa, como la de gran parte de escritores de mi edad. La nuestra fue la primera generación literaria que se había criado y educado en medio de salas oscuras llenas de gente y se lo había tomado con absoluta naturalidad” escribió Javier Marías. A primera vista puede parecer que el cine tiene una relevancia modesta en su literatura, pero quién conozca a fondo la obra y la personalidad del escritor sabe que no es así. Su vinculación con el cine se puede dividir en tres categorías.
En primer lugar, está la conexión familiar. Al menos dos miembros de su familia directa, el padre Julián y su hermano Miguel escribieron sobre cine. El progenitor filósofo lo hizo de forma esporádica; el hermano, de profesión economista, se ha dedicado con pasión a la crítica y la divulgación cinematográfica: es autor de varios libros sobre el tema, fue director de la Filmoteca Española durante un par de años y aparecía de forma asidua –siempre pipa en ristre– en ¡Qué grande es el cine!, aquella rimbombante tertulia de cinéfilos de vieja escuela comandada por José Luis Garci (en la que, si la memoria no me juega una mala pasada, diría que también Javier asomó alguna que otra vez).
Sin embargo, el vínculo familiar más directo con el cine viene por la rama materna, la de los Franco. Su tío era Jesús Franco, alias Jess Franco (y otras decenas de alias, ya que firmó buena parte de su inabarcable filmografía con variopintos seudónimos). El tío Jesús (al que su sobrino dedicó un bonito texto, Jess el estupendo) era la oveja negra de la familia y el joven Marías pasó algunas temporadas con él en su apartamento parisino. El estrafalario cineasta se merecería una novela y el anecdotario en torno a su figura es inagotable (destaca el periodo en que trabajó para el productor británico y pícaro profesional Harry Alan Towers, que en sus ratos libres ejercía de proxeneta de altos vuelos). Más allá del anecdotario y la leyenda, su figura es mucho más reivindicable de lo que puede parecer.
Es cierto que a partir de los años setenta dirigió porno y cada vez de forma más chapucera; es cierto que en ocasiones rodaba dos películas a la vez y que en otras remontaba la misma película y la reestrenaba con otro título; pero también hay que decir que durante los años sesenta aportó al cine español aire fresco y aires europeos –con películas estupendas como Gritos en la noche y Miss Muerte– y entre sus primeras producciones internacionales hay pequeñas joyas con momentos de gran cine cine y deliciosos toques pop, como Necronomicón, La ciudad sin hombres o Venus in Furs. Además, no se lo pierdan como actor en esa obra cumbre de la comedia macabra que es El extraño viaje de Fernando Fernán Gómez, y no olviden que trabajó como ayudante de dirección de Orson Welles en Campanadas a medianoche. De su Jess Franco dijo Javier Marías: “Yo le debo mucho más de lo que él se imagina, porque es un tío muy descastado al que nunca se le ve el pelo. Pero me enseño a ver cine apreciando matices que no capta un profano”.
El otro Franco cineasta fue su primo Ricardo, con el que colaboró en los guiones de sus primeras películas, el corto Gospel y el largometraje El desastre de Annual, en la que también ejerció de ayudante de dirección. Esa película casi amateur y maldita fue prohibida por la censura por antimilitarista y antipatriótica. Ricardo Franco tardó cinco años en volver a rodar y lo hizo con una adaptación de La familia de Pascual Duarte que provocó revuelo por su crudeza. Siguieron décadas más bien erráticas, con cintas apenas vistas y realizaciones televisivas, hasta que en 1997 el éxito de La buena estrella lo volvió a situar en el panorama del cine español, pero solo logró rodar una película más, Lágrimas negras, antes de fallecer de una dolencia cardiaca en 1998.
De él escribió Marías: “Fue la afición al cine lo que más nos unió, al final de la adolescencia. Nos encontramos una tarde a la salida de Desayuno con diamantes y estábamos tan entusiasmados que él decidió aquel día dirigir películas”. Y, por cierto, una curiosidad sobre la relación del escritor con el cine: en 1970, el mismo año de El desastre de Annual, hizo sus pinitos como actor en Amo mi cama rica, un corto de Emilio Martínez Lázaro, en el que también salían su primo Ricardo y Emma Cohen (no confundirlo con la comedia Amo tu cama rica que el mismo director rodó en 1992).
El segundo vínculo de Marías con el cine es más breve y más amargo. Es la faceta de escritor adaptado a la gran pantalla. Se reduce a dos películas, no precisamente satisfactorias, que se tomaron muchas libertades con respecto a los textos originales. La primera fue la adaptación libre de Todas las almas que en 1996 dirigió Gracia Querejeta –con guión de ella y su padre, el productor Elías Querejeta, sin participación del novelista– y que se tituló El último viaje de Robert Rylands. El estreno generó un rifirrafe entre los Querejeta y Marías, que terminó en los juzgados y contribuyó a apuntalar su imagen de escritor conflictivo y con malas pulgas. Sobre todo porque sucedió justo después del también público conflicto con su editor de entonces, Jorge Herralde, y la salida de Anagrama –la editorial que había impulsado, nacional e internacionalmente, su carrera– por desacuerdos en las liquidaciones de derechos de autor.
La trifulca con los Querejeta podría haber sido un caso más de autor que no queda nada satisfecho con la adaptación al cine de su obra. Algunos optan por cobrar los generosos emolumentos y callarse; otros, como Juan Marsé, convirtieron en deporte cobrar el dinero correspondiente por los derechos cinematográficos y después echar pestes a voz en grito de todas y cada una de las adaptaciones de sus novelas. En el caso de Marías, la relación con los Querejeta se fue enturbiando por el secretismo de estos, que no le mostraron la película antes del estreno ni lo invitaron al pase en San Sebastián. Diversas licencias –como la conversión de un personaje en homosexual– molestaron al escritor, que empezó a quejarse de todo, incluido el cartel de la película, y cuando Elías Querejeta se puso gallito –“pues denúnciame”–, Marías se lo tomó al pie de la letra y el conflicto acabó en los juzgados. La película se aleja del original literario –y no está a su altura–, pero advertía en los créditos que se trataba de una adaptación libre y se presentó con un título deferente al de la novela. En el contrato figuraba que el escritor debía ser consultado si se hacían cambios sustanciales y los jueces le dieron la razón. Elías Querejeta, que se vio obligado a indemnizar al autor y a retirar su nombre de los créditos como este pedía.
La siguiente adaptación se hizo diez años después y no es de una novela sino de un cuento: Mientras ellas duermen. Lo llevó a la pantalla el director estadounidense de origen hongkonés Wayne Wang, que trasladó la acción a Japón e incorporó en el reparto a Takeshi Kitano. La película no solo se toma muchas libertades con respecto al texto original, sino que además acaba siendo bastante confusa y dispersa. Pese al fiasco, en este caso Marías no emprendió acciones legales. Como se ve, poca suerte con los intentos de adaptación al cine de su obra, lo cual no es sorprendente, porque su literatura es de difícil traslación a la pantalla. Esto nos lleva al tercer vínculo: cómo el cine ha influido en su obra literaria.
La influencia es clara en su novela primeriza, publicada con solo diecinueve años, Los dominios del lobo: no solo es un pastiche y parodia de géneros clásicos de Hollywood como el policiaco y el melodrama, sino que además utiliza técnicas –en los diálogos, las descripciones y la construcción de las escenas– inspiradas en el cine. El propio autor escribió que “era seguramente mucho más cinematográfica que literaria”, pero también que “no he vuelto a hacer ningún libro tan descaradamente cinematográfico como aquel”. Esta novela forma parte de lo que podríamos denominar el periodo de aprendizaje y tanteo de Marías como escritor.
En el momento en que encuentra su voz, a partir de la quinta novela, El hombre sentimental, y las que la siguen y lo llevan al estrellato literario –Todas las almas y Corazón tan blanco– su literatura en cuanto a técnica narrativa está muy alejada, en las antípodas incluso, de cualquier referente cinematográfico. Su fraseo largo y con abundantes subordinadas, las introspectivas voces narrativas que compone, el planteamiento literario en el que son centrales la elucubración, la divagación y la reflexión, incluso por encima de lo narrativo, dan lugar a un estilo esencialmente literario, sin hibridaciones con elementos propios de la narración cinematográfica. Por eso sus novelas (como las de Faulkner, al que tanto debe) se avienen mal a ser adaptadas a la pantalla, a diferencia de las de otros escritores más dinámicos y menos dados a la digresión.
Este recurso estilístico alcanzó su cenit en las exigentes, divagatorias y por momentos agotadoras Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo y Tu rostro mañana, que desconcertaron a algunos lectores entusiastas de la etapa anterior, pero que son ejercicios literarios osados y muy estimulantes. En las últimas novelas, el autor baja este pistón y recupera estructuras narrativas más simples y ortodoxas, sin perder su particular estilo (que acaso en algunos momentos puede llegar a bordear la involuntaria autoparodia). Las suyas son, pues, novelas muy literarias, alejadas de la narrativa cinematográfica de la que sí han bebido otros muchos autores contemporáneos, desde buena parte de los literarios hasta el grueso de los que se mueven en el ámbito del best-seller y la literatura comercial.
La importancia del cine en la literatura de Marías, aunque sutil, es muy relevante, porque la permea por completo. Como él mismo apunta: “Rara es la novela mía en la que no aparezca alguna película mencionada o aludida o vista por los personajes en una televisión. También es raro que no haya en ellas alguna escena o pasaje que, calladamente, no sea deudor de algo contemplado en la oscuridad de una sala y retenido en la memoria para siempre jamás”. Aquí está la clave: la influencia del cine en la literatura de Marías no viene del uso de ciertos recursos estilísticos, sino de la absorción como cinéfilo de determinados climas, ambientes, personajes, situaciones… Es un caso similar al de Marsé: el cine impregna su literatura como mito, por su capacidad de construir un universo de ensoñación en la pantalla, generando una fascinación que se remonta a la infancia de estos escritores como espectadores.
Por eso no es casual que el cine que más disfrutan y que más impregna la literatura de ambos es el de Hollywood entre los años 30 y los 50 del pasado siglo. Es la fábrica de sueños, con sus películas en blanco y negro, los escenarios construidos en decorados, los héroes de una pieza, las femmes fatales, el lenguaje metafórico para abordar el deseo porque la moral de la época –y el Código Hays– no permitía mostrar según que cosas. Es el cine del glamour y el star-system, que se aleja de la realidad vulgar, un cine que desaparecerá a finales de los 50 y en las décadas siguientes con la Nouvellle Vague, el Free Cinema, el Nuevo Hollywood… Para Marsé el gran cine acababa entonces. Marías era menos categórico, pero sus preferencias estaban también en ese periodo de esplendor clásico. Ese es el cine que se cuela por las rendijas de la literatura de Marías y de Marsé y de otros autores como el argentino Manuel Puig o el cubano Cabrera Infante.
Terminaré trazando un retrato de Javier Marías a través de las películas que más amó. Sus prodigiosos textos sobre cine están recogidos en el volumen Donde todo ha sucedido (Galaxia Gutenberg, 2005), que espiga artículos de otros libros y añade algún inédito. En él se incluyen al final los listados sobre películas favoritas que respondió para la revista Nickel Odeon. Hay listas de los mejores westerns, las mejores comedias… y dos interesantes: Las diez mejores películas de la historia del cine y Las 25 películas de nuestra vida. Por no extenderme, me centraré en la primera, que encabeza El río de Jean Renoir, que es entre otras cosas un coming of age en un paraje exótico –la India– y una sosegada meditación sobre el fluir y el sentido de la vida. De ella dijo el escritor: “Es una de las escasísimas obras que, cada vez que la veo y desde el principio hasta el último fotograma, me quedo embobado y se me olvida el mundo, como presa de un encantamiento”.
Viene a continuación El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford, un western crepuscular sobre la verdad y las mentiras, sobre el valor y la cobardía, sobre el final de una época y la leyenda que se construirá sobre ella, temas centrales del universo literario de Marías. Sigue Campanadas a medianoche de Welles, la mejor y más libre adaptación de Shakespeare al cine, que muestra el amor de Marías por este autor, de quien surgieron los títulos de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí (que, por cierto, el propio Marías explica que se le ocurrieron no releyendo las obras originales sino viendo por la tele el Macbeth de Welles y el Ricardo III de Olivier respectivamente).
La siguiente en la lista es una película importantísima para Marías: El fantasma y la señora Muir de Mankiewicz. En más de una ocasión dijo que era su favorita y a ella dedicó un texto espléndido. Le fascinaba porque es una historia de fantasmas (un tema muy británico, que tiene relevancia en su literatura), además de una bellísima historia de amor bigger than life. Y encima, la protagonista es la bellísima Gene Tierney, icono erótico para varias generaciones, y aparece, además de Rex Harrison en el papel del fantasma, el gran George Sanders, actor predilecto del escritor, que asoma en varias de sus novelas.
Hay en la elección de esta película algo destacable que no es una obviedad. De Mankiewicz todo el mundo conoce y adora cintas posteriores como Eva el desnudo o La condesa descalza. El fantasma y la señora Muir está considerada una obra primeriza y menor. La mirada sagaz de Marías sabe descubrir y descubrirnos su intensidad y su belleza. Es como cuando Borges nos redescubría clásicos en ocasiones infravalorados que nos enseñaba a leer con otros ojos, o como cuando Tarantino nos descubre el prodigio de una recóndita película de explotación infravalorada. Decía Borges aquello de que uno crea a sus precursores. Marías lo hace con su lectura de El fantasma y la señora Muir. También adoraba otra película temprana de Mankiewicz, El mundo de George Apley, comedia sobre una rancia familia de Boston. Me permito aportar mi granito de arena y recomendarles otra película olvidada de este periodo temprano: el policiaco Solo en la noche.
El siguiente título de la lista de favoritos del escritor tampoco es obvio y permite dar una nueva pincelada a este retrato de Marías a través de las películas que amaba: Vida y muerte del coronel Blimp de Michael Powell y Emeric Pressburger. Ambos formaron la productora The Archers e hicieron algunas de las mejores películas británicas de los años 40 y 50. Con la revolución del cine en los 60, la crítica más cegata y dogmática los consideró caducos y cursis. Nada más lejos de la realidad. De ellos son más conocidos títulos como Las zapatillas rojas, A vida o muerte o Narciso negro, pero Vida y muerte del coronel Blimp –que era una película patriótica rodada en plena guerra, en 1943, e inspirada en un célebre personaje humorístico creado por el caricaturista David Low– es la quintaesencia de lo british.
La ama cualquier anglófilo de pro, y Marías lo era hasta el tuétano. Pero además y sobre todo es una bellísima historia de amor que sobrevive al tiempo (hasta que este todo lo arrasa) y una historia de amistad entre dos enemigos –un británico y un alemán– a los que une el código de honor y el apego a un mundo cuyos valores se están desvaneciendo. Es también una película sobre el paso del tiempo, el envejecimiento, la memoria del pasado y la evanescente felicidad. Una obra que impregna como pocas la literatura de Marías y su visión del mundo.
Después vienen dos maravillas del cine de Hollywood, el placer de dejarse arrastrar por tramas impecables y personajes deliciosos: Cantando bajo la lluvia y Con la muerte en los talones. Les siguen El apartamento de Wilder, el ejemplo más redondo de ese género dificilísimo que es la tragicomedia, y Grupo salvaje, western de Peckinpah, cuyos desperados –antihéroes que acabarán asumiendo un final heroico– expresan muchos de los valores que forjan los personajes de Marías. Cierra la lista Los muertos de John Huston, sobre el inmenso relato de Joyce. Es la película más moderna que incluye y sobre ella dijo, refiriéndose al director: “La hizo poco antes de morir, sabiendo que se moría. Pensó en ello, lo vio, lo entendió y lo expuso. Pocos artistas, en cualquier campo, se han atrevido a tanto”.
Concluimos con los comentarios de Marías sobre su película favorita: “El fantasma y la señora Muir no es ni un mero cuento de hadas ni un mero cuento de fantasmas; y aunque su director la considerara una obra temprana y de aprendizaje, al hacerla logró la película que en mi opinión ha llegado más lejos –junto con Los muertos de John Huston– en algo a lo que ni el cine ni la literatura se han atrevido a menudo: la abolición del tiempo, la visión del futuro como pasado y del pasado como futuro, la reconciliación con los muertos y el deseo sereno e íntimo de ser por fin uno de ellos”. Marías ya lo es. Más que un muerto, prefiero imaginarlo como un fantasma, como el capitán Gregg de la película, interpretado por un apuesto Rex Harrison, que enamoraba a Gene Tierney.