'Exit' Javier Marías
La mejor época del escritor es aquella en que ya traducía como un maestro y se esforzaba en buscar su propio camino como el más precoz de los herederos de la Generación del 50
12 septiembre, 2022 21:00“No he querido saber, pero he sabido”. El ya célebre principio de Corazón tan blanco (1992) se convirtió en algo así como un ritornello para muchos lectores de mi edad, en una manera de empezar las conversaciones o de contar alguna anécdota que enseguida nos devolvía aquella atmósfera de intriga, digresión y dramatismo tan propia de las escenas inaugurales de las novelas de Javier Marías. Años más tarde supe que para la generación de Félix de Azúa la frase inicial de Volverás a Región (1967) había tenido las mismas propiedades de encantamiento: “Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real…”
Ambos autores, Benet y Marías, supusieron, cada uno en su momento, la aparición de una nueva y disruptiva concepción de la novela que además constituyó para nosotros una iniciación crítica y un aprendizaje moral. Leer a Benet significaba también descubrir a Faulkner, a George Eliot, a Conrad o a Thomas Mann y adentrarse en un ámbito de especulación humana inexplorado en nuestra tradición más inmediata. Marías recogió en ese aspecto el testigo del magisterio de Benet a través primero de su impresionante labor como traductor, previa a su eclosión como novelista, “el más modesto de los misterios del universo”, como solía decir citando a Borges.
Su premiada e intimidante traducción de Tristram Shandy (1978) y el formidable cuerpo de notas con que la acompañó fue un deslumbramiento que luego determinó de algún modo la evolución de su estilo, ayudándole a emanciparse de la sombra de Benet. Importantes también fueron sus versiones de Un poema no escrito, los fragmentos en prosa en los que W. H. Auden dio vueltas a la imposibilidad de escribir poemas de amor, del dificilísimo Notas para una ficción suprema de Wallace Stevens, de El espejo del mar de Conrad, de Autorretrato en espejo convexo de John Ashbery o de aquellos poemas de Faulkner, Si yo amaneciera otra vez, de los que Benet había dicho que parecían “fragmentos de lápida”.
El mejor Marías –o al menos el más emocionante y persuasivo para los jóvenes de entonces– pertenece a esa época en que ya traducía como un maestro y se esforzaba en buscar su propio camino como el más precoz de los herederos de la Generación del 50. Para muchos de nosotros, Javier Marías será siempre el autor de Corazón tan blanco y de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), otra novela de comienzo memorable y contagioso: “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda”.
Fallecido ya Benet, Marías empezó a descollar como un autor plenamente maduro, dueño de un estilo inconfundible, deslizante y peligrosamente adherente que ha hecho estragos en algunos de sus epígonos. A diferencia de Benet, que nunca consiguió dar suficiente relieve a sus protagonistas por encima del magma de su prosa imbatible –ahí es donde más se nota la diferencia con Faulkner, que, a pesar de su exigencia formal y de su estilo alambicado, siempre da cuerpo a personajes inolvidables–, Marías demostró un indudable talento dramático que le permitía coreografiar escenas a veces muy complejas y ensamblarlas con disquisiciones literarias, psicológicas o incluso con reflexiones acerca de la traducción, como nunca dejó de hacer. Los lectores que nos habíamos educado también en cierta poesía de la Generación del 50 –Gil de Biedma, Barral, Ferrater– reconocimos en aquellas dos novelas la superación del casticismo vernáculo, la importación de un tono casual e introspectivo y la destreza en la construcción argumental, fruto todo de la entonces ineludible influencia británica. Su anglofilia y su postura irónica con respecto a ciertas inercias de la tradición española se convirtieron entonces en una especie de credo.
Entre sus méritos, no es menor el de haber conseguido divulgar a Shakespeare a menudo con la apostilla a un solo verso que se convertía en título de sus novelas y a la vez en paradigma de su investigación moral. Su habilidad para vincular sus personajes y sus tramas con el aliento shakesperiano fue con todo derecho un ejercicio de responsabilidad canónica, además de una estrategia de renovación imaginativa y un ejemplo de conciencia artística ya en vías de extinción. Los débiles postulados del mal llamado realismo así como las imposiciones esterilizantes de la autoficción convierten en nuestros días el juego escénico de Marías en un envite y en un memento.
Aunque su lectura ha cumplido ya treinta años, muchos no hemos olvidado aquel episodio de Mañana en la batalla piensa en mí en el que aparecía el propio rey Juan Carlos, desvelado una noche, viendo en televisión Campanadas a medianoche y comentando aspectos de aquella adaptación de la Enriada. Hablo tan sólo de memoria y quizá invento algo pero eso también sería un homenaje al escritor. En aquellas páginas, Marías consiguió dar voz a un monarca entonces en activo y aún sin sombra de sospecha. Por eso impresionó que mostrara su lado más débil, el rostro humano bajo la máscara regia, actualizando una de las preocupaciones recurrentes del bardo.
Juan Carlos I se reconocía en el insomnio de Enrique IV –John Gielgud en la película de Welles–, un rey enfermo, preocupado por la guerra que está librando contra los Percy y también por la vida disoluta de su hijo Hal, el traidor de mirada fría y ambición latente, muy pronto verdugo del inmenso Falstaff y por tanto de una parte de sí mismo. Con una pericia admirable, Marías conseguía hilvanar todos los asuntos de la novela en aquella escena –única en la narrativa española– que a la vez suponía una meditación sobre el poder, los dos cuerpos del rey y las virtualidades políticas de la propia literatura. Su glosa de los versos de Enrique IV, Happy low, lie down, uneasy lies the head that wears a crown (“Yaced, dichosos plebeyos, inquieta yace la cabeza que lleva una corona”), incapaz de conciliar el sueño, cercano a la muerte y envidioso del descanso fácil de sus súbditos, no se ha apagado aún y resuena con el prestigio de una revelación.
Otras de las características de la imaginación de Marías estriba en que su estilo produce la ilusión de traducción. Algunos de sus mejores ensayos –un género en el que por otra parte no destacó– son precisamente los que dedicó a su primera vocación. En uno de ellos, el escritor sostenía que toda buena traducción debe conservar cierta extrañeza con respecto al original, sin que nunca llegue a sonar como un texto genuino. Es esa distancia lo que permite luego al lector adivinar el fantasma del contenido verbal extraviado. Marías terminaba recordando aquella idea de Walter Benjamin, de resonancias talmúdicas, según la cual la Ursprache o lengua primigenia no sería sino la suma de todas las traducciones.
Sin abandonar nunca ese clima de reflexión, el novelista inventó en su obra un mundo ficticio que en buena parte transcurre en inglés pero se cuenta en español, un artificio que enfatizaba la condición de desterrado verbal en el que vive el escritor moderno y que a su vez le permitió retratar aspectos de su propio país con la falsilla de otra lengua. De la misma manera, su traducción de Sterne fue una preparación para devolver a la narrativa española una parte del legado cervantino que Thomas Shelton había importado a Inglaterra en una fecha tan temprana como 1612, todavía en vida de Shakespeare, que llegó a leer y adaptar, con John Fletcher, esa traducción pionera y tan fértil para la novela inglesa del XVIII. Si el grand style que persiguió Benet toda su vida quiso ser el reverso del estilo demótico de Cervantes, el de Marías fue la historia comentada de un regreso al mismo.
Por una serie de condicionantes en parte fomentados por él –por los aspectos más objetables y pueriles del oculto personaje público que cultivó– lo que podemos llamar ya el legado de Javier Marías ha sido un tanto banalizado, imitado a menudo en sus capas más superficiales y falibles. De los escritores de mi generación –de los que nacimos con la democracia y saludamos en el primer Marías a un referente– sólo Gonzalo Torné ha sabido asumir sus lecciones sin quemarse en el mimetismo. Además de comentar con lucidez y perspicacia lo mejor de su corpus, en su propia obra novelística Torné ha obedecido el mandato de imaginación elevada y complejidad moral, de tempestad canónica y facultad ventrílocua, continuando, en la estela también de Álvaro Pombo, esa gran comedia del espíritu que es la novela de raigambre anglosajona.
Marías, por último, perteneció a una familia intelectual a la vez patricia y desheredada, medular y exiliada, una constante posibilidad siempre renovada y siempre aplazada en la cultura española que por alguna razón nunca consigue acomodarse del todo. En esa genealogía estaba, a través de su padre, Ortega, también Santayana y en realidad toda la plétora de escritores, poetas y eruditos que fueron pasando por la cátedra de estudios hispánicos Alfonso XIII del Exeter College de Oxford, desde Madariaga a Guillén, Dámaso Alonso, sir Peter Russell o Félix de Azúa. Marías, de hecho, fue el último en poder desempeñar un lectorado en esa cátedra. Quizá por eso siempre se sintió superviviente de un mundo desaparecido en el que finalmente ha ingresado. The readiness is all.