Luto por 'Xavier I' en el Reino de Redonda
La muerte de Javier Marías, el más ‘british’ de los novelistas españoles, puente entre la Generación de Posguerra y la 'Nueva Narrativa', deja al mundo de la letras castellanas sin su gran referente
11 septiembre, 2022 23:40La muerte tiene una forma de asesinar(nos) que guarda una coherencia asombrosa con lo que somos, o con aquello que los demás creen que deberíamos ser. El Reino Unido acaba de perder a Isabel II tras setenta años de reinado y, antes de que los restos de Her Majesty hayan recibido sepultura protestante, un sobresalto de media tarde –¡malditos domingos!– trae, frío como un pedazo de hielo, el temprano deceso de Javier Marías (1951-2022), probablemente el mejor novelista en español del último medio siglo. El escritor madrileño, intenso fumador prematuro, ha pasado a la otra vida, si es que existe, debido a las complicaciones de una neumonía bilateral causada por coronavirus. ¿Se ha marchado para siempre? Depende de cómo se mire.
Su cuerpo, esa materialidad distante y rebelde, sin duda. Que lo haya hecho también el alma –aunque en su caso deberíamos hablar en plural: almas– es, sin embargo, cosa más dudosa, porque la voz (narrativa) de Marías continuará reverberando durante muchísimo tiempo en las fábulas de sus libros y, para los recién llegados que sólo lean en el móvil, en sus artículos de prensa, que, como debe suceder cuando uno ejerce una verdadera libertad de criterio, irritaban sobre todo a quienes los publicaban. De este Marías crepuscular –ahora podemos llamarlo así– se había fabricado en los últimos tiempos un falso arquetipo: el progresista avinagrado que, cuando el estribo cervantino va preparándose para hacerle sitio al pie, se torna conservador, cascarrabias, diríamos que insoportable. Non è vero e non è ben trovato.
El novelista madrileño llevaba muchas décadas ejerciendo (artísticamente) la impertinencia, que no es más que una manera (sublime) de ser moderno sin necesitar parecerlo. Su figura es un puente entre la generación de los novelistas de la posguerra y lo que la industria editorial denominó, a partir de los años ochenta del pasado siglo, la nueva narrativa. Entre ambas orillas, la primera marcada por los efectos de la contienda civil sobre una España desfigurada por la guerra, el oprobio y la miseria moral; y la segunda, con vocación (no siempre conseguida) de abrirse a las corrientes literarias internacionales, estaba Marías, discípulo de Juan Benet y meritorio avant la lettre de la mítica cofradía de Pisuerga 7, el domicilio donde el autor de Volverás a Región, algo así como un Papa negro de la época, entre Dionisio Ridruejo y una izquierda todavía ingenua y adolescente, recibía entre alcoholes y risas a cofrades (cada uno con su correspondiente epíteto épico) de distinto, o quizás no tanto, pelaje.
Allí se veían las caras Jesús Aguirre (el cura), Juan García Hortelano, Martínez Sarrión (el moderno), Álvaro Pombo (el señor Pombo), el filólogo Francisco Rico (el profesor) y otras malas testas de insigne recuerdo en el mundo de la cultura del tardofranquismo nublado. En estos conciliábulos el novelista era, por supuesto, el joven Marías. No tanto por su edad –a los 19 años gastaba una melena frondosa que con la doblez del tiempo se iría aliviando– cuanto por su condición de hijo tercero de Julián Marías, el filósofo al que todo el mundo le preguntaba por Ortega y Gasset antes que por su propia obra. Si Marías padre, cuya azarosa vida intelectual refleja la indignidad de la época, representaba la reflexión (sincera) de una España civilizada, su vástago se caracterizó –esos años ya son pretérito– por una anglofilia, ese club tan lleno de impostores recientes, sin la que no puede explicarse el viraje que sus obras provocarían dentro una tradición literaria ensimismada durante demasiado tiempo.
El joven Marías había debutado en 1971, una década antes que los autores que después serían apadrinados por sellos editoriales que todavía no eran corporaciones multinacionales, con Los dominios del lobo, publicada por Edhasa. Le siguieron Travesía del horizonte y El monarca del tiempo. Son las primeras incursiones del novelista en un panorama en el que su mera presencia ya suponía una anomalía. Marías procedía por cuna de una estirpe intelectual que representaba lo mejor de la España que sufrió (desde el interior) la dictadura. Había vivido en Estados Unidos, donde su progenitor se refugió hasta finales de los años sesenta ante la imposibilidad de hacer carrera universitaria en España, y se inclinaba con naturalidad hacia un cosmopolitismo que tenía poco de impostura y horas de devoción y dedicación.
Hasta entonces, el joven Marías, licenciado en Filología Inglesa en Madrid, se había dedicado a imitar a Bob Dylan tocando la guitarra por los bares de París, a ayudar a su tío, el director de cine de terror Jesús Franco, en sus proyectos, y a traducir, un rato todas las mañanas, Tristram Shandy, la novela de Sterne, que le reportaría el Premio Nacional de Traducción. Mientras en España los novelistas se escindían entre la cuadra de los escritores políticos y los estilizantes del Café Gijón, aquella galera reconcentrada, ambos obsesionados por reinventar la herencia previa, Marías pasó los ochenta en la Inglaterra de Thatcher, cuna del punk, dando clases en Oxford –cuyo mundo recrearía más tarde en Todas las almas– y después en el Wellesley College de Massachusetts.
Su filiación desconcertaba, igual que lo hicieron libros como El hombre sentimental (Premio Herralde) o su primera novela de consagración, Corazón tan blanco, donde emerge la fórmula literaria que le convertirá en el mayor renovador de la narrativa en español: una seductora indeterminación genérica –posible únicamente bajo el generoso cobijo de la novela– donde el relato y la digresión reflexiva cohabitan sin que esta carrera de relevos suponga, al contrario de lo que pasa con novelistas como Enrique Vila-Matas– un demérito de la trama. Las novelas de Marías son una poderosa aleación de intriga moral y estilos discursivos donde lo que se narra adquiere su sentido íntimo por la manera en que se narra. Y no de ninguna otra manera.
Sus personajes usan distintas máscaras y viven situaciones insólitas, pero el más logrado de todos ellos es la colosal voz del narrador, su gran aportación al género. Marías, que no tardó en recibir premios y galardones internacionales, pero que se ha muerto sin que le dieran el Cervantes ni prosperara su difusa nominación al Nobel, enuncia todas sus novelas a través de un relator no siempre confiable, que afirma, acto seguido se corrige, explica y de inmediato se contradice. En un vaivén semejante a las olas del mar. A través de estas fingidas indecisiones lo que el novelista madrileño hace es abrir el relato en múltiples direcciones, todas dependientes de la única voz que narra o, mejor dicho, que finge tratar de narrar.
El sustrato de su estilo podría resumirse así: ya que nunca se puede contar la totalidad de la realidad, porque ésta es infinita, ambigua, y se manifiesta en un sinfín de detalles, la ficción debe optar por una determinada versión, pero sin anular otras posibles alternativas, cuya validez no depende tanto de su rigor como de la naturaleza autorreferencial de la fábula. Su narrador, de largo aliento y periodo extenso, no es el Funes de Borges, que retenía todo lo que veía, oía y sentía, sino un testigo que hace de la duda y la vacilación su verdad, no siempre sancionada por los hechos.
De Marías se han elogiado los soberbios arranques de novelas –“No he querido saber, pero he sabido…”– y la forma de titular sus ficciones (a partir de versos de Shakespeare), pero no siempre se repara en lo que esta mirada indecisa significó para una literatura que veía a los escritores latinoamericanos –García Márquez y Onetti se inspiraron en Faulkner; Vargas Llosa, en Flaubert– seducir a millones de lectores usando su mismo idioma, pero adaptando a sus espacios culturales modelos narrativos importados. Marías supone, en el contexto de la literatura española contemporánea, la superación de esta situación (temporal) de dependencia con respecto a la América Hispana, demostrando que al final del túnel había una luz poderosa. Se podía escribir literatura de alta calidad, competir con los grandes autores internacionales –como el británico Martin Amis– y vender millones de ejemplares. Jugar en primera división.
En 1992, cuando abandonó la docencia, había sido traducido a medio centenar de lenguas sin hacer concesiones, abdicar de sus objetivos literarios o prestarse a las componendas de la cueva editorial. Su obstinada voluntad de independencia le hizo renunciar en 2012 al Premio Nacional de Narrativa, que ganó por Los enamoramientos, para no ser manipulado por ningún gobierno o partido político. El mismo espíritu le llevó a pleitear con Elías Querejeta, cuya adaptación cinematográfica de Todas las almas no fue de su agrado; a quebrar el mito sagrado de Jorge Herralde, el propietario de Anagrama, su editorial de siempre, con el que rompió agriamente –aduciendo una mala gestión de sus derechos– para pasarse a Alfaguara, y a mantenerse fiel a su máquina de escribir electrónica y al fax en la era de los ordenadores y los mails.
Sí aceptó, en cambio, la condición de académico de la Lengua, la docta casa a la que, antes que él, perteneció su padre. Su discurso de ingreso condensa de forma ejemplar su idea de la literatura como un lenguaje imperfecto, pero autónomo, el único que otorga al novelista el privilegio contar lo que quiere sin que nadie (a excepción de Francisco Rico, al que le tocó responderle aquel día) le enmiende la plana y diga: “No, esto no fue así”. A Marías puede considerársele nuestro primer novísimo de la ficción, capaz de concebir (y ejecutar) proyectos tan ambiciosos como Tu rostro mañana, una monumental trilogía de más de 1.500 páginas sobre la delación y la Guerra Civil que es, sin lugar a dudas, su Summa Technologiae.
No fue su único logro. También eligió a sus predecesores (acaso ya sus iguales), entre los que figuran Faulkner, Nabokov, Robert Louis Stevenson o el austriaco Thomas Bernhard. Y siempre, de fondo, his beloved Joseph Conrad, un novelista capaz –igual que él mismo– de no sacrificar el fondo de una historia por el estilo, y viceversa. A finales de los ochenta, en Negra espalda del tiempo, el narrador de esta novela cita por primera vez la leyenda del Reino de Redonda, un islote (real y ficcional al mismo tiempo) en Barlovento, entre las ínsulas de Antigua y Barbuda, descubierto por Colón en su segundo viaje a las Antillas y refugio de crueles corsarios. Este territorio terminaría dando nombre a su topografía literaria y a una editorial (exquisita) de su propiedad, donde publicaba los libros y las traducciones de su predilección.
En una suerte de inmensa broma –el humor de Marías era inequívocamente británico–, acabó haciendo de Redonda un predio regio, igual que Ulises con Ítaca. Dada su condición de monarca absoluto (de las letras españolas) nombró a una corte de duques y adoptó el nombre oficial de Rey Xavier I. Las campanas de Redonda tocaban ayer a duelo y nos anunciaban el quebranto de su dolorosa partida al otro lado de la Estigia. Hacia un Parnaso lluvioso donde, a las cinco de la tarde, se sirve una taza de té (con una nube de leche) a los grandes novelistas.