John Ford, poeta visual
El director norteamericano nos ha dejado un patrimonio de películas llenas de sentido de la composición, hondos temas y rimas que encadenan una filmografía prodigiosa
17 octubre, 2020 00:10Hay mitos que perduran en la nebulosa del desconocimiento arraigado en una verdad comprobable, pero parcial, cuya simiente creció con el dudoso abono de falsas premisas. A John Ford el mito le hace ser poco menos que autor exclusivamente de westerns y, puestos a tener uno como piedra fundacional, el cineasta que se estrena con La diligencia (1939), antes de la cual no tendríamos más que un puñado de películas mudas. A ello contribuye que la gran película previa que se le conoce, El caballo de hierro, de 1924, aún no haya incursionado en el sonoro y trate, además, sobre el avance del ferrocarril hacia el Oeste.
¿Y no es más cierto, acaso, que Ford tuvo muchas películas sonoras, y de diferente temática, antes de La diligencia? podríamos preguntar, émulos de alguna de las escenas judiciales que el cineasta rodó a lo largo de su carrera en El juez Priest, El joven Lincoln, El sol siempre brilla en Kentucky o El sargento negro. Lo es. De hecho, la filmografía de Ford es tan rica que rompe las costuras del cine de indios y vaqueros, trasladándose a muchos escenarios y épocas, por más que él se permitiera la boutade de presentarse con esta tarjeta de visita oral, proyectada no en un trozo de cartulina sino en la pantalla que todos llevamos en la memoria: “Me llamo John Ford, y hago westerns”. Menuda sinécdoque, tratándose del autor de Río Grande o Pasión de los fuertes, sí, pero también de El hombre tranquilo, El último hurra o La taberna del irlandés, ambientadas respectivamente en Irlanda, un Boston innombrado que no pisó un vaquero en su vida o los Mares del Sur.
El director de cine John Ford, en su casa de Bel Air (Los Ángeles) / ALLAN WARREN
Ford comienza a rodar en 1917 poco antes de la Revolución de Octubre y sí que filmó montones de películas de vaqueros, muchas protagonizadas por Harry Carey, pero pronto abrió su paleta temática a otros temas. Naturalmente, aquellos inicios venían rodados en blanco y negro y, aunque el muy joven director ya destacaba, seguía muchas de las convenciones del momento. Es con la depuración formal, auspiciada por las mejoras técnicas, de los años veinte y treinta cuando se convierte claramente en un poeta en imágenes. ¿Por qué poeta? Por tres razones fundamentales: sentido de la composición, los hondos temas que aborda, y los ecos, que podríamos llamar también rimas, en el interior de las obras y de unas y otras entre sí.
Vayamos por orden y comencemos por la composición. De niño y joven, Ford dibujaba. No se le daba mal, según recordó pasado el tiempo. Sin duda esas dotes para las figuras hallaron plasmación en la enorme capacidad demostrada luego para componer imágenes. Se rodeó de los mejores responsables de fotografía, como Gregg Toland, que realizan prodigios como el de la película Hombres intrépidos, con sus gloriosas tinieblas; pero él sabía siempre dónde poner la cámara, qué efectos conseguir. Por su dominio de la línea y de la geometría, perfectamente analizables en sus planos, podría haber sacado matrícula de honor en dibujo técnico. En cuanto al artístico, ahí están las imágenes de la trilogía de la caballería, con La legión invencible como muestra suprema, por el uso del color: Ford copió a un pintor del Oeste, Frederic Remington, consiguiendo trasladar al celuloide paisajes y movimientos del lienzo.
Río Grande (John Ford, 1950)
Su blanco y negro bebió del expresionismo y de Murnau y perfeccionó al pionero Griffith. Ford trabajó como extra en El nacimiento de una nación y él mismo contó que en el rodaje se cayó paulinamente del caballo, pero sin conversión religiosa, y que, al verlo en el suelo, Griffith pidió a uno de los tramoyistas un vaso de whiskey; no me hace falta, contestó el joven Ford, quitando importancia al accidente; “es para mí”, replicó el director de Intolerancia.
Quienes montaban bien eran Harry Carey, con quien rodó multitud de películas mudas como la desaparecida hasta 2002 Bucking Broaday, estrenada en 1917, y Hoot Springs, especialista que doblaba a Carey en las escenas más peligrosas. También, treinta años después, Ben Johnson, cuya forma de cabalgar de pie sobre dos caballos en Río Grande, al estilo romano, es de temer que haya causado más de una fractura a generaciones de imitadores y quizá más de una faringitis a los boquiabiertos, especialmente al relente de una noche fresca en un cine de verano.
Cartel de El fugitivo (1947)
Cuando Ford se fue a filmar a México El fugitivo (1947), su muy personal adaptación de la novela El poder y la gloria de Graham Greene, la fotografía de Gabriel Figueroa, bajo su dirección, tiene la desolada magia del fotógrafo Juan Rulfo (otro poeta, aunque empleara la prosa en sus escritos), así reproduzca un muro, unas casas o iglesias con sus campesinos, una república de campos presidida por un volcán. Figueroa contó después que el director jamás puso el ojo en la mirilla de la cámara: le hizo trabajar a sus anchas y Ford, como el Goethe agonizante, solo decía “¡Luz, más luz!”, o bien se preocupaba por las bodas de esta con la sombra en los claroscuros.
El cineasta supo que la poesía no es la traslación de sentimientos desbordados, sino la contenida aplicación a estos de recursos formales que embridan y hacen al verso ir al trote, al galope, frenar cuando es preciso, pastar y abrevar si es necesario. Es también cuestión de ritmo, que él supo manejar magistralmente. A la poesía visual, que es la distribución espacial de elementos en un entorno físico, añadió lo que a menudo falta en esos alardes que vienen del caligrama, pierden la voz unívoca en la simultaneidad y la yuxtaposición apresurada de la vanguardia y se embarullan en la falta de atención al fondo en beneficio de la forma de la poesía concreta: Ford agregó un sentido.
Lector empedernido desde la niñez, cuando enfermo de difteria tuvo que guardar cama durante meses, como el Huw de Qué verde era mi valle, también descubrió entonces a Stevenson con La isla del tesoro. Quién sabe si su pasión por el mar procede de ahí, como el ansia por tener su juguete de cien pies de eslora, el yate Araner que empleó en algunos largometrajes o el orgullo con el que posaba con el uniforme de la Marina. Su modesta lápida rodeada de césped no pregona su condición de cineasta, sino la de almirante. Si algunas de sus película son la Odisea, los documentales que grabó durante la Segunda Guerra Mundial constituyen su Ilíada. Si no el catálogo de las naves, podía recitar todos y cada uno de los hombres de la unidad de rodaje que mandó. No los olvidó nunca y terminada la contienda creó y costeó una granja para solaz de aquellos veteranos.
También leyó mucho a Shakespeare. El conocimiento se observa en la maravillosa escena de Pasión de los fuertes en la que un actor borrachín (ni que fuera médico o juez) declama el monólogo inmortal de Hamlet, “Ser o no ser”, y Doc Holiday (Victor Mature) continúa con la recitación. O cuando en El hombre que mató a Liberty Valance el periodista (también ebrio) Dutton Peabody (Edmond O’Brien) pronuncia cuatro versos de la arenga a sus hombres de Enrique V en la obra homónima del Bardo.
Y como Shakespeare inserta en la acción, por más dramática que sea, el efecto de alivio del paréntesis cómico, labor que recae en un bufón o bobo como casi siempre es Victor McLaglen, que comenzó interpretando papeles serios en La patrulla perdida o El delator y que a partir de La mascota del regimiento encarna a sargentos de buen corazón o tipos toscos para los que, con permiso de Von Clausewitz, una buena pelea es el humor por otros medios, como los mamporros de La legión invencible, interrumpidos por un brindis por el capitán Brittles, a punto de jubilarse, o en El hombre tranquilo, donde se pega con el actor que hizo el papel del citado oficial, ahora convertido en el yanqui Sean Thornton (John Wayne) que regresa a su terruño irlandés.
Pero la levedad del humor, que salpimienta toda su obra en mayor o menor medida, no oculta los conflictos de los que manan sus fotogramas y que conforman el perfil del héroe fordiano: un solitario que muy a menudo se ve desgarrado, como Antígona, entre el seguimiento del deber social o de la ley y lo que le dicta su conciencia. Se podría escribir una tesis doctoral, si es que no existe ya, sobre Ford y el libre albedrío. Católico al cabo, no dista mucho su postura de la de Calderón.
La diligencia (1939)
En sus poemas visuales, las imágenes no están mutiladas, no han sido amputadas las palabras. Al igual que con los fotógrafos, se benefició de grandes guionistas como Dudley Nichols, pero su impronta está en cada escena, con sus obsesiones: la soledad del héroe, el conflicto entre la moral pública y el deber hacia uno mismo, el choque entre hipocresía y autenticidad, la primacía del bien sobre la ley (espléndidamente visible, por ejemplo, en El joven Lincoln).
Como un poeta, Ford no trabajaba con guión. Al menos mientras podía sustraerse a la tiranía de los productores. Es célebre la anécdota que cuenta cómo al censurarle uno de estos que arrastraba cinco días de retraso, ni corto ni perezoso Ford arrancó cinco hojas del guión y contestó: “Ya hemos recuperado el retraso”. En el capricho personal que se dio al final de su filmografía, La taberna del irlandés, casi todas las mañanas empezaba a rodar sin pauta escrita. Se ha especulado que componía la película en su cabeza, como un poeta que rumia versos, mientras miraba por la noche el mar durante horas seguidas. En el otro extremo de su larga carrera, el inicial, para cumplir con los estudios al final del rodaje del día escribía un sucinto guión de lo ya filmado.
John Wayne en Hombres intrépidos (1940
Finalmente, la relación entre las partes también hace que sus filmes sean poemas, o viceversa. De una película a otra pasan los motivos (temáticos o musicales), se repiten frases, hay ecos y ritornellos, estribillos. Al compositor de la banda sonora le dice que incluya tal canción o tal otra, que suena hasta en media docena de sus películas. Su cine se caracteriza por la atención al detalle y por eso que predicaba Wordsworth: el tono conversacional. Por imposición suya, las escenas no se ensayaban, la espontaneidad de actores y actrices hacía más vívidas las secuencias. Apenas daba indicaciones. John Ford aúna en su cine todos los géneros de la poesía, épica, lírica, dramática, fundidos con la imagen como en un inmenso ideograma de la lengua china que se oye y ve en su postrera Siete mujeres: la forma inseparable de su fondo.