La poética de lo invisible
La exposición ‘Algo, Nada, Siempre’ repasa en Madrid la trayectoria de Vari Caramés, un fotógrafo que ha construido sus imágenes a partir de la seducción de lo borroso, el misterio y la sugerencia
12 abril, 2022 22:00Hace muchos años, en la tienda de fotografía de La Coruña a la que llevaba sus carretes para el revelado, a un joven y principiante Vari Caramés (Ferrol, 1953) le separaban las copias en dos sobres. En uno, el tendero le introducía las copias buenas, definidas, nítidas. Y en el otro, las que, según él, habían salido malas porque los negativos estaban borrosos, trepidados, desenfocados. Al entregárselas, le decía: “Estas son las fotos que no tienes que hacer”. Pero, al verlas, Vari Caramés pensaba: “Pues son las que más me gustan”. La anécdota persigue la trayectoria de un fotógrafo que hizo de lo borroso y de la niebla visual, del disparo imperfecto y del golpe de azar, las claves de un estilo que ha buscado siempre lo que no puede ver.
“Yo me quedo con lo íntimo, con un aroma, una fragancia, una ausencia”, explica él, con esa poética de la intimidad que rehúsa las sofisticadas retóricas teóricas. “La fotografía es ambigua. La imagen absorbe la superficie de lo real pero la envuelve en un velo que se resiste a ser atravesado”, explica el historiador del arte Victor I. Stoichita en una cita que encaja como un guante con la trayectoria de un fotógrafo al que le colgaron etiquetas como realismo mágico o documentalismo onírico. Maneras de clasificar un tipo de imagen que en la atrasada España visual de los 80 y 90 irrumpió como una disrupción que provocaba rechazo y cierta burla en los sectores más canónicos de la fotografía, acostumbrados al pulcro (y nítido) realismo.
Por entonces no se entendía que la bruma visual “significa que aquí estamos solos, que nos encontramos en un reino donde todo está cercano, a flor de piel y lleno de emoción. Hay desamparo en lo que vemos desdibujado. No sabemos qué nos aguarda”, escribe Mark Cousins al comienzo de su Historia y arte de la mirada en un párrafo que parece escrito para algún catálogo de la obra de ese Caramés cuya capacidad para aislarse de los contornos férreos de la realidad y asomarse al interior fue interpretada inicialmente como una debilidad visual.
Irónicamente, cuando el nebuloso, delirante y mágico Caramés ha sido oficialmente aceptado, resulta que por la fotografía española circula una auténtica pandemia de eso que antes se llamaba malas fotos. “Todo el mundo se empeña en hacer fotos malas. Hay demasiada gente, hay una moda, de hacer fotolibros en los que predominan las fotos malas. Y yo digo: ¿es necesario todo esto? A mí me ha costado un mundo llegar hasta aquí, he sido muy criticado por eso y ahora todo el mundo lo hace. Hay un abuso de malas fotos”, advierte Caramés sin ningún ánimo de recriminar a nadie, pues su talante bonachón no es ese, pero ironiza sobre un vuelco de la historia que, en realidad, él no empezó solo. También se internaron en lo borroso otros fotógrafos como Castro Prieto, Manuel Sonseca o Bernard Plossu, pero su circulación en la indigente España fotográfica tardó en cuajar a la vista de los aficionados.
En Vari Caramés, el origen de esa indefinición, de esa ensoñadora turbiedad, es familiar. Su padre era pintor aficionado, la casa en la que se crió apestaba a pigmentos y, en realidad, sus primeras aplicaciones fotográficas las propició su padre, que necesitaba a alguien que registrara fotográficamente la memoria de sus lienzos. De modo que, en Caramés, la pintura siempre estuvo ahí. “Yo vinculo su obra, de formas vaporosas y con una capacidad enorme para transportarte al territorio de la memoria y del sueño, más con la pintura que con el cine, aunque el cine simbolista o el asiático, también están presentes”, indica Nerea Ubieto, una de las dos comisarias –junto a la galerista Blanca Berlín– de esa exposición marina que, como un chapuzón en una piscina, te zambulle en el universo acuoso del autor de Nadar, una serie mítica que tomó en los años 80 con una cámara subacuática en la piscina en la que aún acude a nadar.
La plasticidad de lo incierto, el enigma de las figuras rotas de los nadadores, el trampolín hacia lo desconocido, en las fronteras de la abstracción, que provocan sus contornos reforzados por la indefinición natural del blanco y negro, siguen constituyendo hoy uno de sus trabajos más sugerentes y abiertos, como arcos o tránsitos incompletos que el espectador deberá colmar con su imaginación. Caramés fue mucho tiempo un fotógrafo de estricto blanco y negro cuando el blanco y negro era la ortodoxia, el canon, la única forma posible (en España) en la que encajar la fotografía artística, pues el color era esa estampa epidérmica y banal, escandalosamente realista, inundada de una información perfectamente prescindible. La antipoética visual.
Hasta que Caramés se hartó. Y por motivos, según dice, “terapéuticos” –y por emular a uno de sus cineastas favoritos, Woody Allen, según nos cuenta Blanca Berlín, la otra comisaria de la muestra– saltó al color. Pero no a un color cualquiera sino a un cromatismo sensualísimo, a veces desteñido, impresionista –“uno de los objetivos de la revolución impresionista fue recordar que la imagen jamás es completamente transparente”, observa Stoichita– que sorprendió a los amigos de siempre, como el historiador y comisario Alejandro Castellote, que recuerda esa epifanía del color como “un gesto muy valiente” que, en realidad, no alteró su identidad fotográfica.
“El color le aportaba una luminosidad que también era suya y que no venía de la melancolía que pueden irradiar algunas de sus fotos sino que tenía que ver con él como persona. Porque la honestidad de Vari tiene que ver con compartir emociones”, explica Castellote poniendo el acento en una palabra crucial: emociones. “Intención, atención y ternura”, ha repetido durante años a sus alumnos Caramés en sus talleres. El grande y tierno ogro gallego al que cuando abrazas, y este cronista confirma la leyenda, “uno siente ganas de quedarse ahí a pasar el fin de semana” en expresión fraternal de Castellote, apela a la ternura para protestar porque “nos estamos perdiendo todos en descampados”, retratando la soledad contemporánea con una figura que alguien podría relacionar con la frialdad de tanta fotografía contemporánea adscrita a los espacios urbanos más gélidos y asépticos.
La fotografía pincelada –sobre todo en color– de Caramés, que adquiere rasgos evanescentes y literalmente atmosféricos, como si fotografiara sueños, en su serie Lugares, es de tanta sensualidad que los espectadores no avisados de su identidad tienden a creer, cuenta Nerea Urbieto, que la autoría de esas imágenes corresponde a una mujer. Imágenes sin narrativa o con su narrativa quebrada cuelgan en el viejo depósito de aguas del Canal Isabel II como fotografías pictóricas que a veces pueden evocar a Rothko o como imágenes meditativas de estricta potencia visual pues, además, las comisarias de la muestra –no en balde, dos mujeres– han deshuesado la exposición de cualquier exceso retórico, contenidas en parte por el propio Vari.
“Él nos paró los pies y nos dijo: “Tienen que hablar las imágenes””, confiesa Nerea Ubieto. Efectivamente, y desprovistos de catecismo fotográfico, la difuminación de las imágenes permite al espectador penetrar en ellas, como se ingresa en el sueño de otro. Es importante resaltar que, hablando de Caramés, y aunque ciertamente la exposición está dispuesta por series que se fueron ordenando en su archivo por la mutua atracción de las imágenes gemelas que tienden a emparejarse bajo el paraguas de una idea común que, sin embargo, no fue formulada a priori con el rigor exacto –y algo de rigor mortis– de lo que hoy en fotografía se llama proyecto, de lo que siempre trató el fotógrafo fue de construir eso, imágenes. “Es algo más sólido, más concentrado, más puro: es la esencia. La fotografía es más evanescente; la imagen es lo que perdura. La fotografía es el papel que contiene la imagen”, explica.
Desrealizando la realidad, como decía Torrente Ballester que hace la niebla, en cita célebre que Caramés –al igual que el ritmo sincopado e improvisatorio del jazz que tanto le gusta– tiene por bandera. Como su vida misma de fotógrafo profesional un tanto desprofesionalizado –“¡el negocio sí que está borroso”!, dice riéndose– que vivió muchos años del bar de La Coruña desde el que compartió y pilotó en parte la movida galega para convertirse en un fotógrafo de culto que ajustaba sus necesidades a los ingresos –“lo he pasado muy mal y he tenido que tragarme muchos sapos y culebras. Pero soy espartano y he sorteado los obstáculos haciendo siempre lo que me apetecía”- y que transcendía la geografía de la estricta fotografía para colgar su obra muchos años en ARCO.
Fuera de tendencias. A su aire. Guardando sus fotos en pequeñas copias en cajitas. Haciendo de su propia vida –de sus paseos, de sus piscinas, de los viajes con Ángeles, su esposa hace poco fallecida– el motor biográfico y autorreferencial de sus trabajos, sublimando fotográficamente los instantes idealizados, convirtiendo a la fotografía en esa cosa que a él, que dice no saber si es fotógrafo o artista, simplemente le “entretiene”, Caramés fue acumulando un álbum de imágenes deslocalizadas, atemporales, fascinantemente defectuosas, nadadas a contracorriente, que funcionan como lindos delirios visuales, amorosas fantasías de un ilusionista que, visto al inicio de su carrera que intentando ser un fotógrafo normal no lo contrataba nadie, decidió ser un poco díscolo y seguir adelante con su rollo.
Cuando terminas de recorrer su exposición y asciendes hasta la cuarta planta de la Sala del Canal Isabel II y te repantingas en los enormes sofás a ver la proyección final bajo la cúpula del depósito de aguas y arranca esa vieja filmación suya en la piscina, con sus nadadores documentalmente imprecisos y el color fantástico y acuareolado de las viejas bobinas de cine en Super8 envolviéndote en una proyección circular, la certeza de que el presente se disuelve en el agua es absoluta y toda la proyección funciona como un tripi en colorines. Y es todo tan arrebatadamente subjetivo, tan difuso, tan infantil y tan abstracto que, como sostiene Alejandro Castellote, el espectador no tiene más remedio que fundir su memoria y su subjetividad con la de Vari. Y es como nadar todos juntos en la misma piscina en la que tú nunca has estado.