‘4096 Farben’ [4096 Colores], (2007).
Gerhard Richter: los colores y la mirada del gigante atado
La Fundación Louis Vuitton organiza en París una retrospectiva del artista alemán, uno de los referentes de la pintura contemporánea, cuyo contenido retrata el paradigma de nuestra época
El público espera su turno en la tarde templada de otoño en el Bois de Boulogne ojeando el periódico en el móvil —probablemente Instagram, si preguntamos a alguien sincero—. Cuando accede a la primera sala, encuentra recortes de periódicos de los años sesenta expuestos en la pared del museo. Flanqueándolos, viejas fotos familiares y muestrarios de colores como los que se encuentran en una tienda de decoración. Gerhard Richter anuncia malos tiempos para la lírica: prefiere lo reciclado, lo aburrido, lo encontrado, lo banal, los despojos fortuitos de una existencia ordinaria.
Opinaba Baudelaire que el genio no se equivoca nunca a medias, y que le asiste el privilegio de la enormidad. Ya no se convocan muchas plazas de genio porque no se considera una figura relevante, a veces ni siquiera real. Las que quedan las asigna la posteridad. Aquí reside la esperanza de Richter. No hay nadie con más influencia hoy que el artista alemán. Tampoco nadie que extraiga de la prosa una forma de poesía más impactante.
Gerhard Richter (1970)
Si se equivoca, su error es el de su época y eso lo convierte como mínimo en un acierto de la mirada. Lo que queda, además, es el último reducto de lo personal. Hasta sus admiradores, y especialmente el profesor Benjamin Buchloh, estudioso de su obra y amigo de toda la vida, insisten en que cumple sus deberes críticos con la decadencia de la pintura burguesa: no hay motivos para pintar ni para hacerlo de una manera u otra, solo cuentan las lecciones de la historia. Mejor escucharle a él mismo cuando dice que desespera de crear una sola imagen satisfactoria, pero hay que probar igual.
La Fundación Vuitton ha encargado el comisariado de la muestra, abierta hasta el 2 de marzo de 2026, a propuesta de Richter, a dos grandes seguidores de su trabajo: Nicholas Serota, exdirector de la Tate Modern y Dieter Schwarz. El objetivo, más que cumplido, fue hacer una exposición muy completa y que la obra de Richter compusiera su propio relato. La retrospectiva no tiene precedentes ni en el periodo de abarca –de 1962 a la actualidad– ni en la escala: 275 piezas en todos los medios que ha trabajado, desde pinturas hasta dibujos a lápiz y tinta, acuarelas y fotografías repintadas.
‘Seestück (leicht bewölkt)’ [Marina (ligeramente nublado)] (1969).
El gran retablo de 48 Retratos, pintando a partir de fotografías, cimentó su reputación internacional en la bienal veneciana de 1972. En París, con toda justicia, tiene su propia sala. Está compuesto a partir de las representaciones enciclopédicas de figuras de la cultura europea y norteamericana moderna. El artista los redujo al anonimato disponiéndolos en filas y difuminándolos para crear una estampa inquietante, memorable, sobre el alcance, en su generación, de la pérdida de la figura del progenitor, tanto literalmente como por la orfandad de referencias —sustituidas por ideologías—.
Richter nació en Dresde en 1932 y era un niño cuando su padre fue reclutado para luchar con los nazis. Volvió convertido en un extraño. Sus dos tíos murieron en la contienda y su tía, esquizofrénica, fue asesinada por el régimen. Acabada la guerra era estudiante en la Alemania del Este. Tras haberse asomado al mundo libre cuando le permitieron visitar exposiciones en Occidente, huyó a través de Berlín Oriental en 1961, poco antes de levantarse el muro.
‘Onkel Rudi’ [Tío Rudi], (1965).
Los gestos de borrar, marcar, apropiarse, hacer acopio, sin dejarse ver en demasía, son los del hombre —el artista— atado a unas circunstancias que no consienten variaciones. Un sentimiento que conoció desde la infancia y sufría como aprendiz del obligatorio realismo socialista. Lo encontró exportable al Oeste, ya se tratase de realidad o de percepción. Tal vez porque su primer contacto fue con el pop de la era Warhol, sujeto también al uso de imágenes no solo existentes sino conocidas y adoptadas por las masas.
La intuición que hay en el origen del trabajo de Richter consiste en que el ser humano atado, desprovisto de motivos para actuar por su cuenta, aún es capaz de dejar una huella. Incluso una huella espléndida. Casi todo en su trabajo tiene algo de marca, de gesto que oculta o refleja, de colección hecha, como todas, siguiendo unas reglas preestablecidas. Copió la Anunciación de Tiziano disolviendo la imagen en diversos grados; amplió sus muestrarios con combinaciones al azar de los colores puros y cierto número de tonos intermedios; desde la primera mitad de los setenta, en las Pinturas Grises— planos que apenas contienen nada más que un tono uniforme—, invirtió el concepto de abstracto a su imagen en negativo, la reticencia a representar o expresar nada.
‘Verkündigung nach Tizian’ [ La Anunciación de Tiziano] (1973).
Entre mediados de esa década y mediados de los ochenta Richter desarrolló la marca propia de abstracción que ha practicado toda su carrera. El método consiste en extender el pigmento con una gran espátula limpiacristales casera, llevándose la capa que pinta debajo, y con ella cualquier motivo inicial que tuviese. Quiere un resultado más interesante –explica– que cualquiera de los que puede imaginar. Con la espátula, en fresco sobre fresco, a la vez pierde el control y retoca, hasta que ya no se siente libre de añadir nada a lo dicho por el azar. Tanto como un ejercicio de expresión o de gusto se trata de reclamar la huella, demostrar que puede ser espléndida.
Hay temas constantes en su obra: naturaleza muerta, paisaje, retratos —las imágenes que usa salen del gran álbum de recortes y fotos propias que llama Atlas—. A la saga de retratos familiares que cultivó con asiduidad en los ochenta y noventa pertenece Betty, uno de los mejores ejemplos del género en el último medio siglo. En esta obra capta a su hija de once años mientras contempla uno de los cuadros grises, volviéndose de espaldas a la cámara y hacia el silencio. Richter duda de que sea factible representar la realidad más que en apariencia —hasta imita el color de la película fotográfica original—. Lo más claro que puede ofrecer es su relación con ella: difuminada, imprecisa, inacabada, todavía en busca de lo mismo que percibía sin acertar a nombrarlo una década antes, al tomar la foto. Tal vez, ese improbable segundo de respiro donde lo íntimo no es político.
‘Gudrun’, (1987).
Después de un periodo muy productivo, en el paso del milenio el artista aparcó la pintura para experimentar con trabajos en vidrio e imágenes digitales. Volvió por un tiempo con la serie Birkenau antes de entregarse definitivamente a otras de sus prácticas habituales —escultura y dibujo—que se nos ofrecen en varias salas del recorrido. Birkenau, de 2014, está pintado a partir de fotos que salieron clandestinamente de los campos de exterminio, convertidas en abstractas por su método habitual. Para el desaparecido crítico de The New Yorker, el gran Peter Schjeldahl, “es una provocación —¿quién se atreve a tomar la mayor obscenidad de la historia como tema, o incluso como alusión, para el arte?—, pero tiene sentido desde el punto de vista biográfico”.
La historia contemporánea ha seguido siendo para el artista algo intensamente personal. Nunca optó por repintarla con interpretaciones propias. Le hubiese costado demasiado creérselas. En su lugar, tacha el ayer sustituyéndolo por un gesto limitado en el que confía que reemerjan la plenitud y el sentido. Las restricciones de Richter lo son por elección propia. Cabe preguntarse si las nuestras, las de la sociedad que se las sugiere todavía y él ha captado como nadie, también. Una vez desaparecidos los totalitarismos, ¿no nos hemos librado aún de los traumas que dejaron, o es que hemos creado otros nuevos? ¿son inevitables o autoinfligidos? ¿Se puede pedir a un artista que dedique la vida a demostrar que la expresión y el contenido ya no son posibles, pretendidos ni deseados, sustituyendo el impulso creativo con un discurso teórico, o necesita la ilusión de algo más?
Estas son las preguntas sin respuesta —o con la respuesta preferida por cada cual— que inspira Richter. Él se limita a hacernos mirar desde su propia postura trabada, intentando construir imágenes que funcionen, y ya es mucho. Si el ángulo tiene algo de erróneo, como lo tenían todos los de quienes vinieron antes que él, esa es la prerrogativa del genio.