Pieza de la serie ‘Orquídeas y macarras’ (2024-25)
Joan Fontcuberta, el artista que inventa prodigios
Las santanderinas Naves de Gamazo acogen, como parte del Festival PhotoEspaña, la exposición Mirabilia, que reúne imágenes clásicas del fotógrafo y creaciones más recientes que, gracias a la inteligencia artificial, resucitan dinosaurios y cultivan jardines imaginarios
La fotografía surgió pensando en la verdad. Enseguida se descubrió también su potencial para la mentira, tanto mayor debido a su apariencia neutral, y así la adoptó el arte. Ni siquiera tiene que ser la suya una mentira a propósito. Los primeros dispositivos de exposición lenta no registraban a la gente en movimiento. Uno se ponía a retratar revoluciones en las calles de París y le salía un escenario de teatro vacío con edificios y barricadas. El fotógrafo pide una cosa y la máquina le propone muchas otras. Eso es precisamente lo que interesa a Joan Fontcuberta (Barcelona 1955): las trampas de la mirada.
En Santander se exhiben trabajos recientes en diálogo con alguna serie clásica que prueba la persistencia de sus temas. Herbarium, de los primeros ochenta, presenta, a primera vista, especies vegetales auténticas que en realidad son pseudoplantas compuestas con material de desecho —hay una, por ejemplo, con las espinas al revés, pinchadas en el tallo—. En Dinosaurios en palacio, de 2025, las criaturas jurásicas, forzosamente inventadas, al menos en parte, corretean por unos salones versallescos cuyos pobladores son hoy, como ellos, miembros de especies desaparecidas. Un recorrido de medio siglo a través de juegos de agudeza visual —no todo es lo que parece—, con los que nos permite pasarlo en grande la claridad expositiva del comisario Sema D’Acosta.
‘Braohypoda frustrata’ (1984), de la serie ‘Herbarium’ (1982-1985)
Fontcuberta procede de las ciencias de la información. Llegó a la fotografía intrigado por la frecuencia con que las herramientas que usamos para captar la realidad nos desafían. Las imágenes que inventamos y las palabras que decimos, en cierto modo, también nos inventan y nos dicen a nosotros. Eligen lo que dicen, puesto que no se limitan a obedecer, nos sorprenden. Por su propia naturaleza, dicho en palabras del artista, “mienten”. Es, al fin y al cabo, la gran pregunta de la cultura contemporánea: ¿nos van llevando ellas, las fotos, las palabras, de un lado a otro, sin rumbo, o arañamos en el proceso algo de verdad?
El físico David Deutsch escribió que “nuestra propia experiencia [de la realidad] ya viene cargada de teoría, y eso quiere decir precisamente que hay que criticarla, no que sea imposible de criticar”. Una fotografía es una experiencia personal del mundo cargada de teoría, una manera de mirar diferente de otras. Por ejemplo, señalando la mentira —las espinas del revés— o tratando de corregirla en lo posible, tal vez hasta de usarla a nuestro favor, como se hace en la fotografía de naturaleza o la publicidad.
Vista general de la exposición con la serie ‘Orquídeas y macarras’ (2024-25).
En la serie Viajes extraordinarios, de este mismo año 2025, Fontcuberta va más allá. Encomienda la ilustración de las historias de Julio Verne a la inteligencia artificial. El resultado fuerza los límites de la imaginación, convirtiendo territorios ficticios en espectacular evidencia fotográfica. ¿Cómo criticar esa imagen que ya no nos inventamos con el lápiz en la mano, ni elegimos al apretar el obturador, sino que nos proporciona una máquina entrenada para ello?
Probablemente una de las hipótesis estéticas más interesantes del momento, capaz de ayudarnos a decidir si lo que estamos mirando contiene algo de cierto, o nos engaña, sea la de Deutsch. El británico se plantea, como Fontcuberta de manera más general en su última serie botánica—Orquídeas y macarras (2024-25)—, el hecho de que si las flores, evolucionadas para atraer insectos, gustan también a los humanos, a lo mejor es que hay una verdad objetiva en la estética, igual que en la física o las matemáticas.
Joan Fontcuberta con una de las figuras de la exposición.
Deutsch así lo cree. Las flores, específicamente, necesitaron comunicarse entre especies, con los insectos. Para eso, no valía la atracción subjetiva que otras criaturas sienten entre ellas, sino que hacían falta estándares de belleza objetiva, un código difícil de variar. Mientras no sepamos del todo qué es la belleza, no sirve como criterio de lo verdadero, pero deben estar lo bastante conectados para que una nos dé pistas en la búsqueda del otro. En ciencia, una teoría elegante —bella— puede demostrarse falsa en la práctica, pero tarde o temprano encontramos otra subyacente que la supera en elegancia.
El fotógrafo, más escéptico, prolonga su reflexión gracias a combinar las orquídeas y los macarras. En fotos emparejadas, cada orquideólogo, perteneciente a su vez a grupos de estéticas marginales, elige su planta favorita. Las orquídeas más apreciadas entre los aficionados en general son las extrañas, las singulares. Quienes sospechan de las convenciones, los frikis, y por qué no, los artistas, se alejan también en sus personas y trabajos, a menudo, del supuesto canon. Sin esa idea, dice Fontcuberta, no es posible la belleza.
Vista general de la serie ‘Los viajes extraordinarios’ (2025).
Si profundizamos un poco, David Deutsch la comparte. Cultivamos la belleza objetiva porque nos enfrentamos al mismo problema que tenían flores e insectos: comunicarse entre personas, enviar señales, puede ser igual de difícil que comunicarse entre especies. En la naturaleza, sin embargo, y aquí reside la diferencia, el mecanismo es repetitivo, de alcance limitado. En humanos se conjuga con la capacidad de crear algo completamente nuevo, sin restricciones. Nos gustan cosas que la evolución nos ha programado para temer o aborrecer. El alpinista sufre con una sonrisa en los labios y componemos música llena de terror o desesperación.
¿Es posible encontrar así el sentido? ¿Sería posible, pongamos, orientar a una inteligencia artificial para que produzca una imagen bella? Nuestra única guía para encontrar lo universal —una teoría difícil de modificar, o una sinfonía que pierde algo con mover una sola nota— en lo absolutamente nuevo, son esas intuiciones, como la sonrisa del alpinista: a ver este color, a ver esta forma, ¿me divierte? ¿me satisface, aunque pinche? ¿me resulta indiferente? ¿me molesta? Si algún día aprendemos a comunicar las instrucciones necesarias, o una máquina acierta a reproducirlas, será la fe de vida de algo específico llamado estética y de su relación objetiva con el mundo.
Vista general de la muestra
Dicho esto, que nadie vaya a Fontcuberta en busca de respuestas. Puesto que considera la mentira de la fotografía inevitable, se propone mentirla bien, imponerle una dirección ética, siguiendo la llamada posmoderna a cuestionar las certezas, a mirar dos veces. Su trabajo consiste más en la falsificación reveladora, el juego, la metamorfosis y el humor —atención a los nombres científicos de sus plantas reconstruidas (Braohypoda frustrata, algo semejante a “paticorta frustrada”, se llama en un latín deformado el espécimen de los pinchos, que son como patitas de un ciempiés) y atención al agilísimo vals que se marcan los dinosaurios en el palacio de Fernán Núñez—. Sin embargo, hay belleza y hay verdad atrapadas en el proceso, como las hay en la criba de los buscadores de oro, incluso cuando no están seguros de que sea posible encontrarlo, y como las hay en el propio acto de buscar.
Ningún sitio como la bahía de Santander para cribar la belleza.