El cineasta neoyorkino Woody Allen / EFE

El cineasta neoyorkino Woody Allen / EFE

Cine & Teatro

El asesinato de Woody Allen

Esta semana se ha confirmado la muerte como artista del cineasta neoyorkino, sacrificado en el siniestro altar del "yo sí te creo" a pesar de que no hay ninguna prueba contra él

2 septiembre, 2018 00:00

Años después de que el senador McCarthy fuese apartado de la comisión de investigaciones del Senado de Estados Unidos, la comunidad cinematográfica se asombraba y se avergonzaba de haber caído en aquella crisis paranoide que veía espías soviéticos por todas partes y que les había llevado a colaborar con el senador en la persecución y delación de sus propios talentos, sometiéndolos al ostracismo. Pasan los años, las cosas se ven con mayor frialdad y la gente empieza a preguntarse: "¿Pero cómo pudimos dejarnos arrastrar a algo así, tan disparatado y enfermizo?".

Es probable que con el movimiento #MeToo pasará algo parecido: seguramente algunos cineastas a los que ha denunciado, algunos cuya vida ha destrozado, sean indeseables en mayor o menor grado; pero --en primer lugar-- varias de las acusadoras más conspicuas no son de fiar o están directamente desequilibradas; en segundo lugar, el argumento de muchas de sus seguidoras, que es tan simple como "yo sí te creo" --como si la creencia, la opinión o la convicción subjetiva fuese un argumento racional probatorio--, tiene un valor nulo; en tercer lugar, la celeridad y la indignada alegría con la que gente ignorante de las circunstancias y de las realidades opina y se suma a la campaña de acoso y derribo del prójimo suena a la "muta de caza" y al placer de formar parte de una masa con una causa. ¿Y qué causa puede ser más noble y más buena que la defensa de la débil mujer, o del niño indefenso contra los abusos sexuales del varón rijoso?

Esta posmoderna caza de brujas o de brujos parte de una realidad, la de una excesiva tolerancia de las sociedades con los abusos sexistas, el imperio del atávico machismo. Pero algunos de los casos denunciados son tan hollywoodianamente grotescos que no cabe duda de que pasados unos años sucederá como con la caza de brujas de McCarthy, y los beatos denunciantes se preguntarán: "¿Cómo pudimos dejarnos arrastrar a esto? ¿Cómo pudimos participar en este linchamiento?".

Esta semana se ha confirmado el asesinato como cineasta, como artista, de Woody Allen, sacrificado en el siniestro altar del "yo sí te creo", en este caso para más inri "yo sí os creo, Mia y Dylan Farrow". A pesar de que no hay ninguna prueba, ni evidencia, a pesar de que la acusación fue planteada hace 25 años en un momento y circunstancias sospechosas, y desestimada por las autoridades judiciales; a pesar de la inverosimilitud de la acusación, a pesar de los intereses evidentes de las acusadoras (sobre todo esto es espléndido el reportaje que Daniel Gascón publicó en Letras Libres); y a pesar de que la psicóloga americana Elizabeth Loftus, autora de 20 libros y 500 artículos científicos sobre la "falsa memoria", ya ha demostrado en laboratorio con cuánta facilidad se implantan falsos recuerdos en la mente de las personas, no digamos ya en la de una niña de siete años; a pesar de todo eso la virtuosa comunidad cinematográfica se ha constituido por voluntad propia en jurado y ha condenado y ejecutado a Woody Allen: los actores renuncian a trabajar a sus órdenes --con la meritoria excepción de Javier Bardem, que se niega a juzgar lo que no sabe y lo que los jueces han desestimado--; los productores han rescindido sus contratos con él y en principio no volverá a rodar una película, como venía haciendo cada año desde hace décadas.

Con la muerte de este artista nosotros en realidad no perdemos gran cosa, pues Allen, de 82 años, ya ha dicho todo o casi todo lo que tenía que decir, pero a pesar de su creciente automatismo apresurado aún producía alguna película estupenda de vez en cuando. El mismo cineasta, dado que viene siendo perseguido y acosado por este caso desde hace tanto tiempo, es posible que haya desarrollado un resignado fatalismo en el que su conocimiento de la Historia y su acreditado escepticismo sobre la naturaleza del ser humano le aporten algún consuelo. Casi son más dignos de lástima sus propios colegas, la masa de los linchadores --la inmensa mayoría de los cuales no llega ni a la suela de los zapatos de Allen ni en gracia, ni en creatividad, ni en inteligencia, ni en sentido del humor--, el día en que se pregunten cómo pudieron dejarse arrastrar a esto tan disparatado y enfermizo.

Pero sabiendo cómo son, sabiendo de la asombrosa frivolidad del colectivo, lo más probable es que ese día todos se encojan de hombros y sigan a lo suyo.