Antonio Miró
Diseñador y caballero
Aunque ahora parezca imposible, hubo una época en la que un chaval de veinte años podía abrir una tienda de ropa en pleno corazón del Eixample barcelonés e iniciar desde ahí el camino hacia la fama y la fortuna. Es lo que hizo Toni Miró (Sabadell, 1947-Barcelona, 2022) a finales de los sesenta, cuando la pijería local se vestía en Furest y Gonzalo Comella y el resto hacía lo propio en Cortefiel o El Corte Inglés.
Yo diría que Toni fue nuestro primer diseñador pop (me gustaba compararlo con el Antony Price que vestía a Bryan Ferry), y no solo por el hecho de que le gustara la música y tocase la guitarra. Al principio, su tienda Groc, situada en la esquina de la calle Provença con la Rambla de Catalunya, tenía algo de secreto para iniciados. Me la descubrió un amigo de los escolapios y, si no recuerdo mal, mientras estábamos plantados ante el escaparate vimos salir a Pau Riba, señal inequívoca de que en aquel sitio se atendía a la In Crowd.
Me acerqué a Groc como el que visitaba Carnaby Street durante los años del Swinging London, y me la apunté para cuando dispusiera de mi propio peculio y pudiera dejar de ir de trapillo por ahí, aunque la verdad es que, si no recuerdo mal, nunca llegué a comprar nada en toda mi vida (me encantaban sus trajes, pero yo no llevaba trajes). Eso sí, jamás se lo confesé durante todos los años que me lo estuve cruzando en fiestas o por la calle, donde a ambos nos gustaba detenernos unos minutos y proceder a lo que Larry David llamaba un stop and chat, una rápida puesta al día de nuestras respectivas actividades que daba para intercambiar consejos literarios o cinematográficos (se me quedó grabada su descripción como consumidor de fragmentos: podía ver una película en raciones de diez o quince minutos diarios o leer una novela por fascículos mentales).
Pese a formar parte del mundo de la moda, Toni Miró siempre consiguió esquivar esos aires de superioridad y esa inevitable banalidad que suele distinguir a quienes se dedican a ella. De hecho, ni se consideraba un modisto, sino un sastre (como su padre) al que se le daba especialmente bien vestir a los de su género (a mí me parecía que hacía unas prendas femeninas preciosas, pero él siempre lo negaba e insistía en que lo suyo era la ropa para caballeros).
Creo recordar que lo conocí durante el rodaje de Últimas tardes con Teresa, la película de Gonzalo Herralde basada en la novela homónima de Juan Marsé en la que el productor Pepón Coromina me había metido de guionista más porque le caía bien que por mi talento. Toni supervisaba el vestuario y, si coincidíamos en alguna jornada de rodaje, sentábamos las bases de los stop and chat de los años venideros. Era un tipo muy simpático que se tomaba su trabajo con la seriedad justa y te trataba amistosamente, aunque siguieras vestido de trapillo, como era mi caso.
Aunque hacía tiempo que no me lo cruzaba, siempre que llegaba el verano me acordaba de él porque era mi único conocido que veraneaba en Pekín, donde vivían los padres de su mujer. Y mientras los demás nos achicharrábamos en Barcelona y sus alrededores, él se dedicaba básicamente a la lectura porque la situación ayudaba enormemente a la reflexión sosegada: como él no hablaba chino y sus suegros no hablaban español (ni inglés), sus labores de yerno se reducían a sonreír mucho y gesticular lo mínimo antes de volver a concentrarse en la lectura, que nadie interrumpía porque la conversación era imposible.
A veces se te quedan grabadas anécdotas aparentemente banales de alguien que, desde tu punto de vista, les definen. Cuando me enteré de que un infarto se había llevado por delante al amigo Toni, enseguida lo visualicé en China, leyendo un libro en santa paz y arrullado por lejanas conversaciones en un idioma incomprensible. Les ahorro mis reflexiones sobre lo que se siente al ver morir a gente con la que, de una u otra manera, has compartido la vida porque son muy deprimentes. Y últimamente se me acumula la faena.