'Lo que me gusta de Salvador Illa', por Andrea Rodés
Me gusta que Salvador Illa decidiera estudiar la carrera de Filosofía. No es suficiente con ser empollón para que se te dé bien la filosofía, es necesario tener una mente lógica, por eso a mí me costaba tanto eso de “Pienso, luego existo”, como decía Descartes.
En el caso de Illa, tal vez podríamos añadir: “Pienso, corro, y luego existo”. Porque si algo le gusta de verdad al señor Illa es correr. Incluso tiene una carpeta de stories en Instagram dedicada al running. Me pregunto si habrá leído Correr es una filosofía (Duomo, 2015), de la antropóloga italiana Gaia de Pascale. Desde Hermes y Aquiles, hasta Murakami y Kilian Jornet, pasando por Jesse Owens, Emil Zátopek y la tribu de los Tarahumara. Las historias recogidas en este libro tienen un denominador común: quienes corren, señala la autora, tienen la capacidad de llegar al fondo de ellos mismos.
Me gusta que bajo su primer mandato como alcalde de La Roca del Vallès se llevara a cabo la construcción del exitoso outlet La Roca Village. Solo hay que ver cómo se colapsa su acceso desde la autopista AP-7 los fines de semana para entender que el candidato del PSC es un visionario de los negocios.
Me gusta cómo le queda el traje chaqueta, es un hombre elegante y de buen porte, incluso con una tote bag de la Setmana del Llibre en Català colgada del hombro y un ejemplar de los Contes Filosòfics de Voltaire (Alpha, 2022) en la mano. Me gusta que defienda la lengua y la cultura catalana, sin caer en extremismos.
Me gusta su apariencia de hombre pulcro, tranquilo y responsable, una mezcla entre delegado de clase y empleado del Banco Santander.
Me gusta que defienda los indultos y la ley de amnistía como una forma democrática de pasar página. “Puedo entender que haya ciudadanos que tengan reticencias, pero la confianza es más potente que el miedo, y el afecto es más potente que el odio. Los catalanes no debemos olvidar lo que ha pasado, pero sí tener la capacidad de perdonar, de mirar hacia delante”, dijo en una entrevista reciente con La Vanguardia.
'Lo que no me gusta de Salvador Illa', por Joaquín Romero
Caben pocas dudas de que el líder del PSC no se hubiera dejado arrastrar en el cuerpo a cuerpo con el PP y Vox en el que sí ha entrado Pedro Sánchez. Salvador Illa parece estar dotado de una paciencia enorme que, además, le da resultados. Paciencia y disciplina, las virtudes del corredor de fondo.
Ha acudido a las comisiones del caso Koldo en el Congreso y el Senado sin oponer resistencia aun a sabiendas de que los grupos de la oposición –también algunos de los que forman parte de la mayoría de investidura-- querían castigarle.
El balance de sus comparecencias no ha podido ser más favorable para sus intereses. No pueden decir lo mismo algunos de los que le fiscalizaron, como Elías Bendodo, que salieron trasquilados.
Parece imperturbable, siempre con el mismo gesto serio aunque correcto y educado, como si le costara trabajo posar con una sonrisa. Probablemente, y a juzgar por los kilos que ganó durante su breve etapa ministerial, lleva peor la ansiedad de la vida política capitalina, que igual combate en la mesa, que la barcelonesa.
Difícilmente entra al trapo, incluso cuando es objeto de amenazas huecas, como la de Carles Puigdemont por si se le ocurriera hacer un Collboni tras el 12M. Los neoconvergentes no permitieron al PSC gobernar la ciudad de Girona en 2023 pese a ganar las elecciones: hicieron un Salellas que el primer secretario de los socialistas ni siquiera ha reprochado, solo lo ha recordado como de pasada.
Illa es el único primer secretario del PSC que ha normalizado el uso del castellano en sus intervenciones, sin complejos. Es un gesto que resta argumentos a Ciudadanos y al PP. Sin embargo, la política lingüística que desarrolla frente al pressing del nacionalismo no se compadece con su actitud personal, como si los socialistas compartieran el criterio de que el apoyo al catalán siempre tiene que ir en detrimento del castellano.