Por más que los fanatizados lo pretendan, el asunto de si debe ampliarse el aeropuerto barcelonés de El Prat no es otro asunto entre Cataluña y Madrid. Es de sobras conocido que el enemigo exterior es siempre una coartada y una gran cortina de humo que tapa las miserias propias. De ahí que una parte del nacionalismo asocie el debate sobre el aeródromo a esas sinrazones, como la crisis del Barça se atribuye a la Liga o Isabel Díaz Ayuso es presentada como una insolidaria territorial únicamente por no aplicar la misma y abusiva presión fiscal que la Generalitat.

No, lo del aeropuerto pertenece a un debate ideológico que hacía años se había desterrado de tierras catalanas por el espejismo independentista. La izquierda populista ha adoptado una postura contraria amparándose en razones medioambientales. A saber: un espacio natural colindante con el aeropuerto, de nombre La Ricarda, propiedad de unas familias burguesas de rancio abolengo que lo explotan y situado en el delta del río Llobregat, quedaría afectado por las obras de extensión de las instalaciones. Aena, su promotor, se compromete a trasladar ese espacio a otra zona, pero los pajaritos, las cañas y las malas hierbas del lugar conmueven a los podemitas. Plúmbeo y lacrimoso, como nos tienen acostumbrados, fue el paseo de la vicepresidenta Yolanda Díaz por ese lugar acompañada esta última semana por la alcaldesa Ada Colau y el alcalde de El Prat.

La izquierda de hoy no quiere más aviones, le interesan más los gorriones. A la izquierda de antes le importaba más cuánto empleo nuevo y riqueza inducida generaría esa ampliación para que la riqueza se pudiera redistribuir. El populismo que no sabe cómo resolver el incremento del precio de la electricidad, la inseguridad o que se emperra en llenar de piezas de hormigón y colorines el centro de una ciudad bella como Barcelona está centrado en oponerse a que los catalanes dispongamos de una instalación aeroportuaria más eficaz y competitiva. Son los mismos que abominaban del Mobile World Congress o que impidieron la entrada de Uber en la capital catalana.

A esa nueva izquierda se le suma una pseudoizquierda representada por ERC. Mientras hacen oposiciones a convergentes y empiezan a gobernar al más puro estilo posibilista de cualquier partido de centro, necesitan nutrirse de argumentos para no eliminar la primera palabra del nombre del partido. Y, claro, ¿qué mejor reclamo para aparentar progresismo que oponerse a la extensión de El Prat con los mismos argumentos que los cazadores de mariposas?

En Cataluña todos defienden hoy la ampliación del aeropuerto a excepción de ERC y los Comunes (la pata de Podemos en el territorio). Incluso los neoconvergentes de Junts per Catalunya tienen claro que con algunas cosas de comer no se juega y pactaron a través del vicepresidente de la Generalitat, Jordi Puigneró, con Aena y el Gobierno central para sacar adelante la puesta al día de la instalación. Imaginen el pifostio con un presidente del Govern de ERC que dice sí con la boca pequeña mientras las juventudes de su partido dicen no y algunos consejeros se apuntan a manifestaciones en contra. Al día siguiente, como si tal cosa a seguir gozando del poder político que se han repartido con los herederos de Jordi Pujol y Artur Mas y qui dia passa, any empeny.

A la Moncloa tampoco le va mejor. Los socialistas están por la labor y promueven las obras y la inversión de 1.700 millones desde Aena, pero sus socios en el Consejo de Ministros dicen que ni hablar del peluquín. Al PSOE y al PSC los acaban de enviar al centro político sus aliados en Madrid o en el Ayuntamiento de Barcelona. La discusión no es tanto entre posiciones políticas clásicas, sino entre partidarios del crecimiento e impulsores del decrecimiento.

Si la razón impera, Cataluña tendrá al final un mejor aeropuerto sin dramas medioambientales. Pero, entretanto, el mundo que nos observa ve como una comunidad autónoma que fue un paraíso para la captación de inversiones prefiere dedicarse de súbito a la atracción de aves migratorias. Sucedió con las energías renovables porque a algunos colectivos ecologistas se les puso en la entrepierna que en Cataluña no habría molinos de viento o montaron enormes apocalipsis por las interconexiones eléctricas. Era cierta izquierda radical la que izaba esa bandera en la calle. Hoy han conseguido espacios de gobierno agitándola y subidos al coche oficial mientras preparan su agenda de construcción de la aldea. Mientras todo eso sucede, Singapur, la ciudad estado asiática, prepara la ampliación de sus puerto y aeropuerto, esos sí que son estructuras de estado, con ambiciosos planes tecnológicos y un espíritu basado en la modernidad y la meritocracia impensable en nuestros lares.

La imagen de división interna de Cataluña no es fruto de una riqueza democrática especial como algunos iluminados formulan, sino de una endogamia galopante que se arrastra a lo largo de la historia. Existe tal grado de atomización en el asociacionismo y en los ámbitos de representación de cualquier signo que lleva a pensar que cada catalán, aunque resida en un pequeño municipio, aspira a ser un virrey, presidente de la asociación norte del polígono industrial o, en su defecto, presidente de la comunidad de propietarios. Poco importa que se pongan en riesgo cerca de 12.000 millones de nueva riqueza (PIB) o se asuma un coste de oportunidad futuro de proporciones siderales. Mientras en España se vivía con un bipartidismo imperfecto de centro izquierda y centro derecha, en el Parlamento de Cataluña coexistían los partidos mayoritarios con republicanos, andalucistas, democristianos, eurocomunistas, prosoviéticos, independentistas del séptimo cielo... En su día, hasta Joan Laporta tuvo partido y escaño.

La cultura del pacto, del consenso, de la búsqueda de comunes denominadores ha desaparecido de la sociedad y, en especial, se ha evaporado de la política. Asociarse es una actitud tabú, casi maldita, salvo que sea con los rusos del expresidente fugado y con la intención de dividir aún más a una ciudadanía que asiste atónita a la construcción de una Cataluña de bajos vuelos. Diríase que gallináceos.