Para Quim Torra, un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad es endosar una pancarta electoral de quita y pon al Museo de Historia de Cataluña. Eliminada la NASA catalana de la épica independentista, pues cada vez que una web se cruza en el camino del Govern siempre hay un trabajador autónomo que paga las consecuencias, el expresidente ha decidido que una de las grandes aportaciones de su mandato es la propaganda que un día exhibió en la fachada del Palau de la Generalitat.
El agiprop secesionista le cuesta a los catalanes muchos sudores y euros. Los que gastan en trabajo e impuestos, que luego revierten no en unos servicios públicos de calidad, sino en ese tipo de soflamas identitarias. Pero como Torra, Carles Puigdemont y, ahora, Laura Borràs están convencidos de que están en el lado correcto de la historia, han decidido que su legado esté en un Museo, aunque sea el equivocado. El Museo del Diseño habría sido una buena opción si la pancarta hubiera estado a la altura de aquellos carteles de la República o de la guerra civil, creativos y en algunos casos legendarios, que nos recuerdan un tiempo donde hubo verdaderos presos políticos y exiliados. Una segunda opción habría sido el Museo de Cera, para recordar el inmovilismo y la parálisis que nos han dejado ocho años de procesismo.
Ni la pancarta depositada ayer en el Museo de Historia, ni la "confrontación inteligente" que defiende Junts per Catalunya pueden hacer olvidar los recortes, la fuga de empresas y la división social que nos dejaron sucesivamente los gobiernos de Artur Mas, Puigdemont y Torra. Ese es su verdadero legado. La pobreza disparada y la desigualdad galopante. La recesión económica y la ruptura de puentes entre el Govern y los agentes sociales. Un gobierno esclerótico.
Esa es la situación en la que Cataluña ha afrontado una pandemia universal que, en lugar de dar un baño de realidad a Torra y los suyos, esto es, de devolverles a la senda de la moderación, la reconstrucción y la unidad institucional, ha sacado lo peor del independentismo ultramontano, pues así funciona esa fe en una historia adaptada a los intereses soberanistas y transmitida con modos religiosos. Muy carlista todo. No hay estelada o pancarta que pueda tapar todo eso.
Torra, en efecto, ya es historia. Pero no por sus aciertos como gobernante, sino por su insignificancia. Las ínfulas del expresidente, cuyo sueldazo --repetirlo nunca será suficiente-- convierte sus quejas sobre la represión española en pura obscenidad, tienen un punto de patetismo. No es de extrañar, por tanto, que quienes en su día apoyaron, quizá de buena fe, el procés, huyan ahora de JxCat, un partido con mucho candidato populista y poco perfil técnico. ¿Cómo confiar en una formación temerosa de que la gestión "distraiga de lo importante", esto es, de la independencia?
A este paso, lo histórico no será la pancarta de Torra, sino el batacazo de JxCat en las urnas el 14F.