Jugar, engañar, con la táctica siempre por delante. Es lo que llevan haciendo los partidos independentistas desde el inicio del llamado procés. Con el convencimiento de que nunca pasa nada, de que todas esas actuaciones desde el Govern de la Generalitat salen gratis. Una de las primeras acciones sorprendentes, que ya evidenciaba que el camino sería tortuoso y dramático, la protagonizó Oriol Junqueras, tras las elecciones de 2012. Artur Mas había adelantado los comicios, aconsejado por Quico Homs y José Antich, con la intención de ganar por mayoría absoluta. No fue así. Se dejó doce escaños. Y –todavía existía—CiU llegó a un acuerdo con ERC. Junqueras, sin embargo, se reservaba el papel de jefe de la oposición. Era el socio de Artur Mas, pero desde fuera del Govern, y como líder de ERC se encargaba de marcar de cerca al president. ¿Coherente?

Luego se produjeron muchas deslealtades entre las dos fuerzas políticas y enormes desafíos al Gobierno central. La historia ya la conocemos, con graves consecuencias para sus protagonistas, con penas de prisión que ni los más opuestos al independentismo, desde Cataluña, hubieran pensado que se pudieran aplicar. Pero, tras los indultos, y con la percepción de que se habría aprendido la lección, han llegado las escaramuzas y las tonterías, las ganas de jugar, en una especie de etapa adolescente permanente.

El Govern de Pere Aragonès se había presentado como un Ejecutivo serio, dispuesto a aprovechar las oportunidades y a demostrar que la frivolidad quedaría desterrada. La garantía iba a ser la actitud del propio presidente catalán, sabedor, en todo caso, de que recibiría una enorme presión por parte de Junts per Catalunya. Pero a las primeras de cambio, Aragonès cayó en el error adolescente. Y, con las dudas constantes sobre cómo puede ERC afianzar su terreno sin ser desbordado, Aragonès se pronunció en las redes sociales en contra del acuerdo alcanzado con el Gobierno de Pedro Sánchez sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat.

Los más bienintencionados –desde una óptica independentista—señalan que una negociación no se puede romper por una serie de mensajes en Twitter. Sin embargo, no se reprocha al presidente de la Generalitat que se posicione a través de Twitter, como si fuera Donald Trump. Si un gobernante negocia con otro sobre un asunto tan importante como la inversión de Aena en El Prat –que comporta toda una ciudad aeroportuaria, además de la ampliación de la tercera pista—no puede en ningún caso salir por la tangente a través de las redes sociales. Y, rizando el rizo, anunciar que consejeros del mismo Govern, e incluso él mismo, participarían en una manifestación ya programada en contra de ampliar el aeropuerto.

Poder puede, claro. De hecho, ese es el juego que ha mantenido el independentismo todo este tiempo: aparecer como un ejecutivo serio, pero con la vista puesta en las movilizaciones en la calle, arengando al colectivo cuando lo ha considerado necesario. Lo que ha cambiado esta vez es que el Gobierno de España se ha plantado. El Ejecutivo de Sánchez se plantó ante esos desvaríos adolescentes y Aena suspendió la inversión de Aena de 1.700 millones. Si no se quiere esa ampliación, si hay dudas, es mejor parararlo todo, para que el Govern de la Generalitat sea consciente –y toda la población catalana lo pueda ver y comprobar— de que ciertas actitudes tienen consecuencias.

Esa inversión se podría realizar, finalmente, si el Govern reacciona. Pero deberá demostrarlo. Y esa es la posición de Sánchez, que ha decidido acudir a la Mesa de Diálogo con los miembros del Ejecutivo catalán para constatar que hay reglas, que hay fronteras que no se pueden traspasar.

Uno de los grandes problemas de Cataluña es que toda una administración, con altos funcionarios, con sueldos muy generosos, ha decidido emprender un proyecto, con la complicidad de amplias clases medias que han interiorizado el mensaje, que no encuentra una real oposición por parte de nadie. Esa administración la dirige un grupo de políticos que cree que nunca pasará nada, que se puede estar en toda la ‘cadena de valor’: en la sala de máquinas, en la calle, con el poder y con los antisistema. Todo al mismo tiempo. Sin pestañear.

Sánchez ha marcado la línea, ante el asombro del propio Aragonès, que en algún momento deberá señalar qué es lo que quiere y asumir que deberá pagar un precio. A Sánchez se le reprocha que puede cambiar en cualquier momento de opinión. Que lo que le interesa es permanecer en el poder. Y, aunque ahora depende de ERC para aprobar los presupuestos del Estado, Sánchez tomará todas las decisiones que considere que le aseguran seguir al frente a partir de las prioridades que se ha marcado. Solucionar el problema catalán es muy importante, decisivo, pero el PSOE, y con la estrategia también que ha diseñado el PSC, sabe que no habrá nada que hacer hasta que la propia sociedad catalana supere sus desvaríos. Hasta que un presidente de la Generalitat tenga presente que cuando se negocia –sea lo que sea—no se pone al mismo tiempo al frente de la pancarta en la calle. ¿Es tan difícil de entender, señores independentistas? Se acabó el juego.