En los sistemas democráticos, la opinión de los ciudadanos no solo se expresa a través de las urnas. Las manifestaciones en forma de marcha o concentración son instrumentos igualmente válidos como mecanismo para conocer la voluntad de la población. Básicamente, son indicativas del estado de ánimo colectivo.

Cataluña ha hecho un auténtico máster en la materia durante los últimos años, y todo indica que tras detención, procesamiento y condena de los cabecillas del 1-O el recurso a la protesta va a crecer de forma exponencial.

Este fin de semana, Barcelona se ha convertido en escenario de dos de esas concentraciones; demostraciones de fuerza podríamos decir, que en ambos casos capitanean organizaciones presuntamente no políticas. Òmnium Cultural y la ANC, que han protagonizado la del sábado, quieren mantener la tensión movilizadora y no están dispuestas a renunciar a ello pese a los alarmantes brotes de violencia que generan. No les importa, como tampoco les importa a los políticos nacionalistas, que señalan a la policía como culpable de los disturbios.

Los medios de comunicación públicos y concertados no dan abasto estos últimos días en la tarea de manipulación de las imágenes de la exhumación de Franco y de las cargas policiales de las algaradas de los CDR en una mezcla demenciada que presenta a España como una dictadura y a la policía como la imagen pura de la represión: el orden, la seguridad y la ley parecen haber desaparecido del ideario que estructura la sociedad catalana.

Si TV3 lleva dos años repitiendo los vídeos de la Guardia Civil y la Policía Nacional cargando el 1-O, desde hace unos días la gota malaya con que taladran a los catalanes son los Mossos d’Esquadra luchando contra los violentos que toman las calles de Barcelona. Esa manipulación constante dibuja un país falso. A todo tirar, no representa ni al 50%. La irritante perseverancia de ese mensaje, que envían de parte de la Generalitat, ha conseguido un efecto no previsto ni esperado: la reacción de quienes son excluidos por el nacionalismo.

La sobredosis de propaganda genera además otro efecto secundario; su propio desgaste. No solo por el cansancio sino porque la agitación permanente termina por transformar las movilizaciones en una actividad cotidiana, a medio camino entre la jarana y las vacaciones, cada vez más folkórica.

Fueron muchos los catalanes que se sorprendieron ayer al ver por televisión el desfile de Pilar Rahola y su marido por la alfombra roja del pasillo de VIPS preparado por los organizadores de la mani indepe para facilitar el acceso a las estrellas del régimen. Pero en realidad, el numerito no debería extrañar.

La movilización constante para reclamar una libertad que esa propia movilización reivindicativa desmiente cuando se puede convocar tantas veces como se quiera y cuando se quiera se transforma en algo semejante a una fiesta mayor de pueblo donde las personalidades del lugar tienen derecho a un sitio de honor. Quien haya visto La vaquilla o tenga más de 40 años sabe de lo que hablamos: la España más carpetovetónica que uno se pueda imagirnar.

Lo que se ha convertido en un modus vivendi para algunos, para otros ha perdido atractivo. Probablemente, eso se refleja en las cifras de asistencia a la performance de ayer. Los que siguen motivados de verdad son los que luego acuden a Via Laietana o a la delegación del Gobierno a montar el pollo violento. No hay que engañarse, la dinámina que ha puesto en marcha el nacionalismo catalán no tiene otra salida.

Los convocantes de la manifestación constitucionalista de hoy en Barcelona, la SCC, deberían tener muy presentes los efectos secundarios de las sobredosis propagandísticas. A los catalanes que se sienten españoles les ha costado mucho trabajo dar el paso y romper lo que durante años habían considerado un silencio que facilitaba el equilibrio entre las dos almas de Cataluña.

Si la convocatoria de este domingo mantiene la firmeza de las últimas, habrán conseguido su objetivo. “Ojo, estamos aquí y no estamos de acuerdo”.