Desde el 15 de marzo, el nacionalismo catalán no ha parado de reclamar las competencias sanitarias coordinadas desde Madrid durante el estado de alarma. Tampoco perdían ninguna oportunidad para lamentar y criticar cualquier decisión del Gobierno central en la lucha contra la pandemia.
Quim Torra se distinguió en cada una de las conferencias de presidentes autonómicos por guardar un valiente silencio frente a sus colegas y a Pedro Sánchez, mientras por detrás no paraba de cuestionar, incluso lo que no se hacía. A estas alturas resulta hasta aburrido recordar las majaderías que llegaron a decir los representantes más ilustres de la Generalitat: desde la suspicacia por el color amarillo de la cartelería oficial del Covid-19 hasta darse por aludidos por el número de mascarillas que se distribuyeron en Cataluña en un primer envío --1.714.000 millones--, pasando por el empeño infantil en rechazar conceptos como “nueva normalidad”, traducido aquí por “represa”. La señora Budó aún tiene la cara de acusar al Gobierno central de frívolo por haber manifestado que el reconfinamiento de Lleida debería haberse organizado antes.
Ahora, cuando se produce un rebrote en el Segrià, las autoridades catalanas reaccionan con la misma eficacia que demostraron en la Conca d’Òdena: desinformación, tensiones políticas entre los socios del Govern, descoordinación y lentitud en la respuesta. Realmente, son muy malos, incluso para lo único que hacen, el politiqueo.
Cómo puede entenderse si no que el presidente de la Generalitat, además de pasar del alcalde de Lleida, no acuda al nuevo foco de coronavirus y sí tenga tiempo ese mismo fin de semana para desplazarse hasta el monasterio de Montserrat, donde tenía la ineludible y urgente misión de lanzar un alegato en defensa del catalán.
El paralelo, Carles Puigdemont invierte el poco tiempo libre que debe tener en organizar desde su santuario belga un espacio político que cumpla con el mandato del 1-O y se apreste a trabajar en la confrontación con el Estado, según ha tenido a bien explicar en su espacio sabatino de telepredicadora Pilar Rahola.
Mientras Cataluña atraviesa una crisis histórica, su presidente vicario y su presidente legítimo emplean sus energías a otras cosas. Ya no se molestan en disimular que en realidad ni querían las competencias sanitarias --las reclamaban para hacer ruido--, ni saben qué hacer con ellas. El brote de Lleida se revela como transmisión comunitaria, con las dificultades de seguimiento y control que supone; pero ellos, a lo suyo. Se pasan por el forro su propio compromiso de desmontar el contrato irregular de 18 millones entregado a Ferrovial, la empresa que financiaba a CDC a través del Palau de la Música, para hacer un trabajo que no sabe desarrollar y que en realidad hacen los sanitarios públicos. Se han visto obligados a desdecirse sobre las mascarillas: serán obligatorias en toda Cataluña y en todas las situaciones. Pero no tienen el coraje de asumir el error --todas las administraciones, en todo el mundo, los han cometido-- y le pasan el marrón a los técnicos del Procicat.
El nacionalismo demuestra de nuevo que lo que realmente le interesa es el presupuesto público --español-- con el que financiar la estrategia de la tensión permanente con la Administración central. La misma tensión que se les fue de las manos en octubre de 2017 y que estuvo a punto de salirles muy cara. Rahola, la traductora de la buena nueva puigdemoniana, lo deja claro, quiza sin pretenderlo, cuando afea a la delegada del Gobierno central en Cataluña que no visitara Lleida el primer día del reconfinamiento. O sea, que una vez recuperadas las competencias sanitarias supuestamente perdidas, siguen necesitando al papá Estado para echar la lágrima y escaquearse de la gestión de la cosa pública. Y, mientras tanto, Torra con los frailes de Montserrat.