El papel de Aitor Esteban, el portavoz del PNV, subiéndose por las paredes del Senado para quejarse del cambio de actitud del Gobierno respecto del Sáhara Occidental fue de un fariseísmo tan exagerado que resultaba increíble.

Él mismo, como su partido, se niega a que un solo euro de los impuestos que recauda la Hacienda vasca vaya a parar a Jaca, por ejemplo, que está a menos de 300 kilómetros de Bilbao y adonde no pocas veces habrá ido a esquiar o a dar cuenta de un buen ternasco a un tercio de lo que pagaría en Euskadi. Y, sin embargo, se rasga las vestiduras porque España acepta la propuesta de Rabat de convertir la antigua colonia en una provincia autónoma de Marruecos. Cuánto amor a un territorio situado a casi 3.000 kilómetros, que hasta hace 47 años fue una provincia española, y qué poco afecto a los vecinos de al lado.

Ocurrió algo semejante con la patética Clara Ponsatí, que volvió a ponerse en evidencia en el Parlamento Europeo en su intento de dañar a España a propósito de un lugar de África que difícilmente sabrá situar en el mapa, dicho sea sin ánimo de faltarle el debido respeto.

El episodio del Sáhara ha dado lugar a escenas como las comentadas, teatro del peor. Pero también es verdad que tras estos árboles aparece el enorme bosque de la equivocación del Gobierno, no por el cambio, que más o menos se había ido deslizando oficiosamente, sino por la forma en que Rabat le ha ganado la partida dejándolo en mantillas ante la opinión pública española y del resto de Europa.

Es difícil entender la razón última de esa metedura de pata. Hay quienes sostienen que responde a presiones de los socios europeos y de EEUU, y quizá al amago de un potente movimiento desestabilizador en Ceuta y Melilla, algo plausible.

También es posible que obedezca a un simple error de cálculo, no haber asegurado la discreción del Palacio Real marroquí confiado por la seguridad que genera esa mayoría absoluta de la que ahora dispone, la mayoría absoluta virtual en que vive Pedro Sánchez. Superada la pandemia, con un PP desaparecido para rato tras la decapitación de sus máximos dirigentes, con un socio de gobierno impedido por las divisiones internas, el presidente parece disfrutar de un periodo de euforia en el que confía en que las repercusiones de la invasión de Ucrania puedan convertirse en una oportunidad política. Como el tanto que se ha apuntado con el límite peninsular al precio del gas.

La torpe reacción del Gobierno ante los primeros movimientos de los transportistas respondería a ese mismo estado de levitación, como si pudiera descalificar a quienes le molestan en la calle --en la vida real-- con los resortes que emplea en los debates del Congreso. Los hechos, afortunadamente, le han obligado a bajar de las nubes, despertar y poner los pies en el suelo.

Es una mala noticia, en especial para quienes consideran que el Gobierno ideal es el que descansa en una mayoría absoluta. ¿Si el partido más sólido, fiable y estable de este momento en España pierde el oremus cuando deja de tener enfrente una oposición tan dura y ácida como la del PP de Pablo Casado, pese a que solo tiene 120 de los 350 diputados del Congreso, qué haría si tuviera 180?