A medida que se conocen las subvenciones públicas que la Generalitat concede a los medios de comunicación catalanes la vergüenza pública aumenta, más todavía en estos últimos años de crisis. Sean medios tradicionales (radio, prensa y televisión) o digitales, el Ejecutivo catalán sigue influyendo en las empresas editoras por medio de una coartada política: construir un espacio catalán (nacional, dicen) de comunicación.

El perjuicio que estos recursos públicos ocasionan son variados. Por un lado, construyen un sistema periodístico catalán servil al gobierno de turno. Se destruye la pata de la democracia que tiene la delegación ciudadana de fiscalizar a los poderes públicos, de criticar sus abusos y excesos. Es una lástima que acabe subyugada al poder político por razones de índole estrictamente económica.

No es la única consecuencia. La transición que la industria periodística debe realizar hacia los nuevos planteamientos del mercado también queda obstaculizada por la confortabilidad que dan los recursos públicos cuando son capaces de resolver la cuenta de resultados de las compañías editoras o incluso proporcionan, de forma directa, beneficios a sus propietarios. El dinero público no sólo es una alteración de la competencia, un atentado a la prensa democrática, sino que incluso, como corolario, es pan para hoy y hambre, mucha hambre, para mañana.

Discutir con nacionalistas catalanes sobre la cuestión siempre lleva al mismo punto: eso también sucede en España. Es una falsedad que, a fuerza de repetirse, se ha convertido en una especie de verdad revelada. Que las autonomías financien los medios de comunicación públicos y se aprovechen de ellos para sus fines políticos es una barbaridad mayúscula que una regeneración democrática debería corregir. Lo hemos visto en Madrid (Telemadrid), Valencia (y el extinto Canal 9), Andalucía (Canal Sur), Cataluña (TV3) y casi todas las comunidades autónomas, grandes ayuntamientos y alguna otra administración. Pero que, además, se subvencione de manera directa a los medios de comunicación privados es una distorsión intolerable de la realidad del mercado y una voluntad expresa de control y adoctrinamiento sin parangón.

En Cataluña funcionan ambas líneas de actuación. El dinero público llega a todos los medios de comunicación, públicos y privados, en forma de subvención. Además, por si eso fuera poco, también acostumbra a llegar por la vía de convenios publicitarios que son menos discutibles, pero igual de efectivos para mejorar las cuentas de resultados.

Muchos medios que hoy viven de esos recursos pagados entre los ciudadanos no son libres para ejercer la crítica a sus pagadores y convertirse en la voz de sus lectores, oyentes o televidentes. Si vivieran a la intemperie del mercado se verían en la obligación de cerrar sus puertas. El nuevo gobierno catalán no piensa acabar con esa actuación que le favorece sus intereses tácticos cortoplacistas. Mientras, sus socios de la CUP, tan progresistas e igualitarios para algunas cosas, no dicen está boca es mía sobre ese particular, convirtiéndose en cómplices de una actuación que también permitió el tripartito de Maragall y Montilla como si regar con recursos públicos permitieran a los gobiernos perpetuarse hasta la eternidad. En sus carnes pudieron comprobar que su esfuerzo resultó inútil.

Crónica Global ha rechazado desde su fundación ese perverso juego. Ni solicitamos ni aspiramos a las dádivas de ningún gobierno, sea cual sea. Nuestros críticos, la mayoría paniaguados de la intelectualidad nacionalista y estómagos agradecidos de los gobernantes, aseguran que el Ibex 35 es quien financia nuestra existencia y, en consecuencia, nos atribuyen otro servilismo. Les falta por decir que cobramos del Vaticano o de alguna secta satánica para completar su relato maquiavélico. Son incapaces de entender que es posible situarse en el mercado de una manera equilibrada, crítica y ejercer un periodismo sin rendiciones a ningún poder, sea cual sea su origen o procedencia. Les cuesta entender que haya lectores dispuestos a ser suscriptores y contribuir a la existencia de proyectos independientes porque, como el ladrón, piensan que todos son de su misma condición.