Mediados de octubre de 2017, media mañana. Jaume Giró Ribas (Badalona, 1964) me recibe en su despacho de la torre pequeña de la Diagonal donde se habían situado las dependencias de la Fundación Bancaria La Caixa. Era el director general. Mientras nos acomodábamos reparo en una de las múltiples fotografías que poblaban las estanterías de la estancia con un cierto fetichismo endogámico. Aparecían el propio Giró y el presidente del grupo, Isidro Fainé Casas (Manresa, 1942), en actitud sonriente, cómplice y exitosa. Bien parecía la imagen de un padre y un hijo en una graduación universitaria.

Antes de sentarnos se me ocurrió lanzar un comentario pícaro.

–¡Qué tiempos aquellos en los que eráis felices!

A Jaume le cambió la cara. Fue directo a buscar una cartera de mano de piel negra, la abrió y sacó tres folios unidos por un clip. “Lee esto y lo entenderás todo”, me respondió. En aquellos papeles estaba resumida su intervención, apenas unos días antes, en el patronato de la Fundación. Giró había defendido la inconveniencia de trasladar la sede social a las Baleares por diferentes motivos, entre los que sobresalían los históricos. Ni en la República ni en la Guerra Civil se modificó la sede originaria del grupo, y aquellos habían sido momentos políticos y sociales aún más difíciles. La salida de Caixabank hacia Valencia le parecía suficiente para atajar la fuga de depósitos de los clientes que vinculaban la entidad con el conflicto independentista. Si la sede de la fundación marchaba, no regresaría jamás, decía apesadumbrado. No parecía un nacionalista, podía confundirse con un regionalista recio.

Giró fue el único de los patronos que mantuvo aquella postura. Fue el principio del fin del deterioro de su relación con su jefe. Isidro Fainé fue su mentor durante 11 años y el hombre que lo repatrió de su aventura madrileña en Repsol junto a otro catalán, Antonio Brufau, presidente de la petrolera, con quien las relaciones también acabaron maltrechas. Incluso cuando vio la votación contraria insistió en que su intervención quedara reflejada en el acta del patronato. Perdía. Sabía que iniciaba una nueva era, pero se esforzaba en mantener un sucedáneo de dignidad personal que finiquitaría su carrera en el sector financiero y en la primera entidad española dos años después.

Fainé, que le había delegado tantísimos asuntos delicados, que le asignó una dirección general plenipotenciaria, empezó a poner los ojos en el de Badalona con desconfianza. Los rumores procedentes de Madrid y de cualquier rincón del ecosistema burgués de Barcelona sobre el coqueteo de Giró con el independentismo se hacían corpóreos. El banquero examinaba con escrupuloso detalle, casi con afán detectivesco, los movimientos de su número dos. Metió la nariz en la gestión de la Fundación, preguntaba a los empleados, a conocidos, buscaba evidencias. Se convencía de que, en efecto, el ambicioso periodista que era su pupilo había optado por mudar su papel de ejecutivo leal para trazar una agenda propia con un corolario de notoriedad en la política o en la vida pública. Aunque sabía de la efectividad práctica de Giró en el campo de juego profesional, los intereses ya eran divergentes.

Durante esos dos años de agria convivencia ambos vegetaron en un periodo de mutua desconfianza que malvó hasta las relaciones personales. Hablar con uno sin escuchar críticas del otro, todavía suaves, era excepción. Fueron meses duros. Hubo recíproco sufrimiento antes de deshacer una relación casi paterno filial que venía de lejos y en la que se trazaron multitud de vínculos.

El 25 de mayo de 2019, en la costa catalana, Giró casó a su hija mayor. No fue una boda íntima, familiar, al uso. El evento demostró un poder de convocatoria solo equiparable al que desplegó José Antich cuando hizo lo propio mientras era director de La Vanguardia. Políticos, empresarios y periodistas de toda España compartimos la ceremonia con la familia y los amigos de la pareja. Si en todos los casamientos hay una tendencia natural a la observancia del otro invitado, en aquel enlace existía un plus. Los presentes más informados intentaban escudriñar en qué momento se encontraban las relaciones entre Giró y Fainé. Tuve un momento de charla solitaria, no más de 20 o 30 minutos en la sobremesa, con el presidente. Nada más concluir sufrí un desfile de interrogatorios. Hasta el padre de la novia me interpeló. Al regreso solo tenía una clave meridianamente clara: la reconciliación era imposible.

Tres meses más tarde, cuando Giró regresó de sus vacaciones de verano le planteó a su jefe la imposibilidad de continuar como hasta la fecha. Fainé, que ya había instalado cortafuegos en la Fundación, recogió el guante y pactó que su segundo seguiría en el cargo hasta final de 2019. Era una fórmula consensuada que hacía innecesario un despido a la brava como el de Juan María Nin o una marginación silenciosa como la de Juan Rosell o Jordi Gual. Los cuatro habían sido ambiciosos hasta la extenuación e insensibles a la plenitud personal de su jefe. Había en todos ellos una impaciencia que desbordaba sus actuaciones, peticiones y conspiraciones varias.

Así fue. Giró salió del grupo La Caixa por la puerta trasera. Las relaciones construidas durante años eran el activo que pretendía explotar para su nueva carrera profesional. Montó una consultora de comunicación, revivió un blog ideado por su esposa y también periodista y abrió un despacho en el Paseo de Gràcia barcelonés como centro de operaciones y repositorio de más fetichismo gráfico. La pandemia ralentizó algunos de sus movimientos, pero el inquieto y detallista periodista intentó reconstruir con presteza su posición. En Madrid no todos los teléfonos se descolgaban con la celeridad de antaño. En Barcelona, por el contrario, mantenía intactas las relaciones, aunque muchos le recordaran que su deteriorada relación con Fainé hacía inviable una colaboración profesional. Amante de los toros, Giró recibió muchas largas cambiadas, algún pase de pecho y hasta algún enemigo se atrevió a hacerle el salto de la rana.

En ese marco de dificultad llegaron las elecciones al Barça. Eran, a su juicio, un agarradero al que asirse para conservar un cierto grado de notoriedad que compensara la oscura salida del grupo bancario. Se vio con todos, evaluó cualesquiera posibilidades, y aterrizó, por fin, en la candidatura de Joan Laporta. Intentó convencerse de que cambiaría la hoja de ruta del candidato, normalizaría sus posiciones políticas y mejoraría la gestión. Ahí quería incidir. Obtuvo el compromiso de vestir la camiseta de vicepresidente económico. Se votó, ganó Laporta y en la celebración electoral Giró saltaba menos eufórico que el resto de candidatos. No es un hooligan, su perfil es educado y comedido hasta la perfección, y empezaba a atisbar claroscuros en el proyecto.

Tras ganar había que reunir el aval de los nuevos directivos y Giró se descolgó. Un comunicado pactado con Laporta en el que hablaba de extraños compromisos profesionales en Londres fue la lamentable explicación al portazo. El periodista se iba porque los manejos alrededor del aval le causaban inquietud, por la irrupción súbita de personajes como Jaume Roures y porque, a la vista de lo que venía y de los compañeros de viaje, se jugaba demasiado para obtener quizá bien poco.

Semanas después, Cataluña entra en modo electoral, ese estado permanente en el que habitamos en los últimos diez años. Si abusando de la amistad con Giró me hubiera confesado cuál fue el sentido de su voto, no lo explicaría. Pero si hubiese de apostar, jugaría por la papeleta de Pere Aragonés. Los de ERC, primero Oriol Junqueras, antes Jordi Portabella, y ahora el presidente de la Generalitat, han establecido una estrecha relación con el periodista. Le propusieron ser consejero de su gobierno hace más de un mes. Y dijo que, de momento, no. Iban avanzando las negociaciones y ERC y Junts per Catalunya entraron en fase cainita. Primero entre ellos y luego en el interior de cada una de las formaciones. Ahí es donde dos influenciadores de Junts se lanzan al ataque para convencer al que será consejero de Economía y Hacienda: José Antich y David Madí. Ambos mantienen una estrecha relación con Giró y han participado en las bambalinas de su designación como primus inter pares, como hombre bueno de una coalición gubernamental que nace con los pies de barro. Jordi Sànchez fue el encargado final de apropiarse del relato del fichaje. Los de ERC, heridos en la negociación del pacto, tendrán a su hombre, pero después de encajar una negativa y cediendo protagonismo a sus socios.

Giró es un nacionalista razonable, un sociovergente a la antigua usanza, posición que hoy es más atribuible a ERC que a sus compañeros de viaje. No hará jamás pronunciamientos que violenten al resto de España. Desde la comunicación del grupo financiero combatía el populismo de la CUP y los Comunes. Ha sufrido en sus carnes la radicalidad de los que ahora sustentan el gobierno en el que va a participar en Cataluña y con el que pretende negociar. Asegura que su misión será tender puentes con Madrid. Jugará a ser independiente. En el grupo La Caixa saben que desde su cargo la relación con ellos será mínima --la Fundación Bancaria La Caixa tiene hoy una doble dependencia del Banco de España y del Ministerio de Economía que deja a la Generalitat fuera de su perímetro--, por lo que no hay miedo a las vendettas, aunque siempre quedará la prevención.

A sus 57 años, Giró ocupará la sede de la consejería más relevante de un gobierno normal. Tendrá la llave de la caja. El aterrizaje ha sido bien jugado por JxCat. Ha restado protagonismo a la propia investidura de Aragonés este último viernes. Las portadas del día siguiente hablaban tanto de él como del nuevo presidente y, curioso, parecía que Salvador Illa, el jefe de la oposición, no existía. La suerte está echada y en Polònia preparan al personaje. Solo una incógnita subyace. Todos en Barcelona y Madrid darían un euro por conocer el pensamiento íntimo de Isidro Fainé, el padre profesional de un Giró al que acabó desheredando quien sabe si como en la parábola del hijo pródigo.

(Veus com tenia raó…?)