Unas semanas de vacaciones en el extranjero son mano de santo para desintoxicarse del procés que todo lo contamina en Cataluña y en el resto del país. Ayudan a relativizar esta especie de plaga bíblica que atenaza a los ciudadanos de Cataluña. Pero, sobre todo, sirven para constatar el rotundo fracaso cosechado por los independentistas en su onerosa --al menos, para los contribuyentes-- estrategia de internacionalización de su proyecto rupturista.

Y es que a casi nadie en el resto del mundo le importa un pimiento si una pequeña parte de los españoles quiere partir su país de forma unilateral, si algunos de sus líderes están en prisión o huidos, o si el Estado respondió --y sigue haciéndolo-- con mayor o menor contundencia de la debida cuando estos organizaron un referéndum secesionista ilegal.

El mundo tiene otros problemas mucho más importantes de los que preocuparse. EEUU e Irán están al borde de una guerra que puede incendiar Oriente Medio e implicar a Rusia; Pakistán y la India amenazan con lanzarse bombas atómicas por la disputa de Cachemira; Asia teme la respuesta de Pekín a la revuelta en Hong Kong, y el Brexit aumenta la sombra de la incertidumbre sobre una Europa cada vez más insignificante a nivel global e incapaz de solucionar de forma sensata la crisis de los refugiados, por no hablar de la guerra comercial entre EEUU y China o de las dificultades de medio planeta para llegar a final de mes.

No, señor Puigdemont, el mundo no nos mira. Y, si lo hace, es para apelar al Estado de derecho. Es decir, a la Constitución española. “Cataluña” es, a todas luces, un asunto interno español. 

Al contrario de lo que muchos gurús independentistas y no pocos analistas constitucionalistas auguraron, los garrotazos del 1-O le han salido gratis al Estado en cuanto a su imagen internacional: no ha habido ni un reproche relevante a la impecable y ejemplar actuación de la policía aquel día. Y le han sido muy rentables a nivel interno: ¿a qué creen que responde el bajonazo del ímpetu independentista en los últimos tiempos, a los llamamientos al diálogo de los terceristas o a la contundente respuesta policial y judicial que dio el Estado al 1-O?

Así las cosas, el temor a que una posición inflexible ante el nacionalismo genere apoyos internacionales significativos a la causa rupturista es infundado. Conviene ir quitándose de encima ese miedo al qué dirán a la hora de contrarrestar los excesos del nacionalismo.

Es hora de acabar con los complejos. No es tiempo de integrar o encajar al independentismo. El encaje pasa por hacer que cumplan la ley, una ley que ya es ampliamente generosa con las diferentes identidades que conviven en nuestro país --seguimos siendo uno de los países más descentralizados del mundo--. Lo razonable es que ahora los esfuerzos se centren en encajar a los no nacionalistas, que tanto tiempo llevamos desencajados.