Servidor es un privilegiado. Como periodista he tenido la oportunidad profesional de trabajar con los dos personajes más excelentes del oficio que ha generado España en las últimas décadas: Pedro J. Ramírez, en Madrid, y Antonio Franco, en Barcelona.

Ambos fundaron periódicos, nuevos y disruptivos. Uno en Diario 16 y El Mundo; otro en El Periódico de Cataluña y la edición catalana de El País. Ambos alcanzaron liderazgos indiscutibles, ambos inventaron modelos periodísticos inexistentes y se jugaron las barbas con apuestas que después fueron seguidas e imitadas sin la misma fuerza ni idéntico éxito.

Ambos se han movido --cícero arriba, cícero abajo-- en parámetros ideológicos análogos: el uno como referente del centro derecha, del liberalismo occidental más puro; el otro como abanderado del centro izquierda, del sentido común socialdemócrata y europeísta. Pedro sigue al frente de El Español, un proyecto periodístico líder; Antonio nos ha dejado en las últimas horas por la insistencia de un cáncer que llevaba años amenazando su existencia. La última vez que coincidimos en un restaurante poco antes de la pandemia, pese a su mochila todavía ejercía como aquel director de periódico seguro de sí mismo que aún se atrevía a bromear con su proverbial mal gusto alrededor de la política y de las posiciones de unos y otros.

El hombre que hizo millonario a Antonio Asensio con un producto tan simple de leer, complejo de fabricar, como eficaz ante el mercado era, a la par, un personaje con suficiente capacidad para anticipar hechos futuros. Lo demostró en múltiples ocasiones, pero fue sonada aquella pieza editorial sobre el 3% que llevó a Pasqual Maragall a plantear en el Parlamento catalán un asunto que transmutó la política catalana hasta acercarla al paroxismo: la derecha se hizo independentista para huir de la estela de corrupción que soplaba sobre su cogote partidario.

Aquel Antonio Franco que escondió el caso Filesa en su cajón mientras Pedro J. Ramírez lo disparaba nada más tener conocimiento del asunto fue uno de aquellos periodistas políticos sin carnet que escondía su afiliación en un ignoto artículo del código deontológico profesional. Le gustaba zurrarle a CiU. Las mejores portadas electorales de Felipe González siempre las diseñó el leridano, dando muestra de la devoción que sentía por el político andaluz. Lo contrario del ejercicio profesional de su colega riojano, que siempre ha preferido exponerse sin medias luces, asumiendo riesgos innecesarios o bizantinas luchas discutibles.

Al Franco periodista no le hubiera gustado narrar lo que sucedió el día de su fallecimiento, esa jornada en la que su estimada Barcelona vivió un nuevo episodio de violencia callejera, injustificada (si alguna vez existe justificación para eso), que ponía en entredicho la gestión de la alcaldesa a la que había apoyado de forma tan directa que incluso en los últimos años de su vida decidió sumarse a una lista electoral de la filial catalana de Podemos.

Doy por seguro que, de haber presidido la mesa de redacción, Antonio nos hubiera encargado reportajes sobre los cambios sociológicos que atraviesan los jóvenes barceloneses hasta el punto de perder cualquier referente de orden y normalidad. Habría pedido infografías sobre la cuestión diferencial entre Barcelona y otras ciudades españolas y europeas en las que la juventud hiciera un uso tan especial de la libertad en esos botellones descontrolados que pueblan las calles de la Ciudad Condal.

Franco, que tenía el corazón en la izquierda y la cartera mental en la derecha, hubiera editorializado periodísticamente con fuerza contra una alcaldesa que ha perdido el pulso de la localidad cuya corporación preside. No le hubieran gustado los actos vandálicos, como abominaba superlativamente de los piquetes que ponían silicona en las cerraduras durante las huelgas y nos obligaba a calificarlos como grupos de descontrolados que amedrentaban al resto de trabajadores libres.

El fallecimiento de Antonio el mismo día en que Barcelona fue un escenario de vandalismo e inseguridad intolerable es la muestra simbólica más palpable de cómo la socialdemocracia debe superar los buenismos y preocuparse de verdad por lo que ocupa al ciudadano de a pie, el hombre y la mujer del siglo XXI, al que le traen al pairo determinados debates, pero que prefiere no volver pasos atrás en su dimensión intelectual y vital.

Si Antonio pudiera presidir hoy una mesa de redacción como lo hizo durante décadas en El Periódico de Cataluña lo haría con el convencimiento de que su medio de comunicación era un agente social capaz de trasladar a la opinión pública la urgente necesidad de avanzar hacia un nuevo estadio en el que las lágrimas de la alcaldesa o el silencio cómplice de sus colaboradores no significan más que una admisión evidente de impotencia como gobernantes.

Sí, lo admito, con nuestras diferencias y pese a mi siempre relativa mirada hacia su quehacer profesional diario, hubo un Franco bueno. Un periodista de los pies a la cabeza al que el corazón le pudo más que la razón durante la etapa final de su vida, pero que hoy nos diría: “Voté a Colau, pero lo de este fin de semana es inaceptable. Hagamos un tema del día…”