El sueño noucentista. Fue bonito. Una época prodigiosa, llena de expectativas y de realidades. Cataluña ha sido un faro, una comunidad política que buscó su inserción en la modernidad europea. Siempre fue plural, pero hubo una vanguardia con peso, intelectual, artística, profesional, que se truncó con la Guerra Civil, como ocurrió también en otros territorios de España que se incorporaban de forma plena al siglo XX. Sin embargo, después de recuperar el autogobierno, de conseguir un nivel de bienestar para nada esperado --con el vigor alcanzado-- tras las primeras elecciones autonómicas en 1980, se comprueba ahora que no se ha añadido nada especial, algún rasgo que nos caracterice como una sociedad distinta. Cataluña aparece, tras una semana de incidentes, con la aparición de actos de violencia, con la impotencia de un Gobierno incapaz de tomar las riendas de la situación, tras una huelga que no es tal sino un paro dictado desde el poder, como una comunidad que puede tener serios problemas de autoestima.

Las protestas han sido numerosas. Es una parte de la sociedad catalana que tiene una fe, que cree en la independencia, y que hereda ese sustrato que pervive en muchas zonas de Cataluña basado en aquel lema carlista de Dios, patria, Rey y fueros, o leyes viejas. Pero es también la apuesta, sin pensarlo mucho, de clases medias que tienen hijos adolescentes, y que acaban de llegar a la mayoría de edad. Hombres y mujeres que tienen miedo al futuro, que no quieren verse desconectados de un proceso de globalización cada vez más rápido. Y que ha logrado establecer unos lazos sociales casi autárquicos, con los que retroalimenta diversos mensajes.

Esos mensajes señalan que la sentencia del 1-O es una decisión infame, que ningún político independentista debería estar en prisión, que lo ocurrido en octubre de 2017 no fue tan grave, que sólo se quería votar y decidir, en referéndum, si Cataluña debe alcanzar o no un Estado propio, que España sigue anclada en parámetros del siglo XIX, que de España siempre llegan cosas chuscas, casi cómicas, que "Ñ", --como le llaman a España-- es una rémora que nunca ha ayudado a los “catalanes”, y que abraza a iconos casi intocables, como Pep Guardiola, el exentrenador del Barça, y figura ¿política? de futuro.

¿Qué hacer si hay una gran masa de la sociedad catalana que está instalada en ese esquema mental? ¿Tratar de desmontarlo pieza a pieza? En muchas conversaciones ordenadas, tranquilas, se constata la dificultad de entender al otro. El independentista vive en su verdad, y el catalán que cree que se ha ido demasiado lejos prefiere callar, no entrar en el meollo de la cuestión, porque eso exigiría un par de horas más de charla sin ningún resultado fructífero.

En eso, cuando se constatan esos dos planos paralelos, llega una serie de actos violentos que acaban por distorsionarlo todo, con una mayor complejidad. Y es que los Mossos d’Esquadra han constatado, con las detenciones realizadas estos días, que la mayoría son jóvenes, entre 18 y 25 años, incluso menores, que actúan alegremente y se hacen fotos con el móvil para reflejar ese bautismo de fuego, y nunca mejor dicho. Cuando se sabe que muchos de esos jóvenes, con acentos diversos respecto a su identificación con la causa independentista, pertenecen a familias de clases medias, tranquilas, profesionales, entonces la reflexión nos lleva a un análisis de la sociedad catalana, desde la recuperación del autogobierno.

Porque esos jóvenes sí identifican a la policía como el mal, como algo ajeno a sus vidas. Y si es la Policía Nacional, aún con mayor énfasis. Es toda una socialización la que está en crisis. Una sociedad laxa, que no se ha creído ni sus propias estructuras de Estado federal en un país casi federal como es España, como son los Mossos d’Esquadra. Que no sabe qué función tiene la policía, que no sabe diferenciar lo que significa una democracia liberal representativa de una asamblea deliberativa de facultad, que cree que Cataluña es un país que ha sido ocupado, que ha perdido la capacidad de autocrítica cuando consume los medios de comunicación públicos de la Generalitat y que, en definitiva, lo ha banalizado todo. ¿De quién es culpa? ¿De la época? ¿De esas clases medias que han perdido el sentido del esfuerzo, y de una cierta búsqueda del conocimiento?

En buena medida la tienen los gobiernos de la Generalitat, y un relato nacionalista que ha sido insistente y perverso. Pero había salidas, había resquicios. Nunca hay que dejar de lado la responsabilidad de cada uno para tomar unas decisiones u otras.

Rehacer los consensos en Cataluña exigirá un enorme esfuerzo. Pero no es imposible ni debería precisar un largo tiempo. A veces es tan sencillo --o tan complicado-- como un cambio en unas elecciones, y las imágenes de Barcelona ardiendo. Esas clases medias, y sus hijos, igual acaban abriendo los ojos y abrazan una respuesta racional, que les lleve a pensar que es mucho lo que puede perder Cataluña en los próximos años si se mantiene esa apuesta prácticamente nihilista por la independencia y la autarquía mental. Pero a veces las sociedades deciden suicidarse, con las cámaras en directo.