El independentismo asegura que ha practicado la autocrítica. Algunos conspicuos activistas señalan que, tal vez, se ha ido demasiado lejos en esa tarea. Y que es necesario levantar la cabeza y seguir adelante, arguyen. Pero la realidad es que no se reflexiona en profundidad. No se quiere admitir que en el resto de España existe una gran pluralidad, y que la oposición que genera el movimiento no es una característica de una supuesta derecha cerril y centralista --que existe--, sino que es extensible a todos aquellos que se consideran progresistas y que no entienden nada. Que, con toda la buena disposición, han querido acercarse al problema y han salido escaldados. Entre otras razones, el cabreo es mayor cuando se ven en la tesitura de apoyar los mismos argumentos que formulan esos supuestos cerriles y derechistas políticos, al entender que, finalmente, tienen razón. ¿Por qué?
El movimiento independentista dice que ha aprendido la lección, pero no lo parece. Impulsó un intento de ruptura, que se quedó a medio camino. La idea era, únicamente, la de forzar una negociación, pero poco después se convirtió en un proceso secesionista real, porque ha accedido al poder toda una generación que no se ha convencido por este o aquel otro argumento, sino que ya era independentista a los quince años. Nombres como Eduard Voltas, Toni Soler, o Josep Rull o Jordi Turull, u Oriol Junqueras, o su mano derecha, Sergi Sol, eran independentistas en su más tierna edad. Esa es la realidad.
La retórica se mantiene y, principalmente, se refuerza el desdén y la bronca con todo aquello que venga de España, aunque se sabe que en algún momento se deberá aterrizar. ¿Una detención policial, un comentario de un ministro, una acción judicial? Todo vale para desprestigiar España, y mantener viva la llama de la independencia.
De eso se han dado cuenta todos esos progres en el resto de España, a los que se pide que actúen en favor de la “democracia”. No es casual que dos personas importantes en la cultura y en el imaginario de la modernidad en España, como la escritora Almudena Grandes y la actriz Carmen Maura hayan mostrado su irritación con lo que ocurre en Cataluña. Pero, en lugar de reflexionar sobre por qué ha sucedido eso, la respuesta es atacar y desprestigiar los dos nombres.
En el caso de la autora de Malena es un nombre de tango, o El corazón helado, lo que ha ocurrido es un cambio de actitud, perfectamente interiorizado. Asegura Grandes que criticó la aplicación del 155, que cuestionó las cargas policiales del 1-O, que se manifestó a favor de la libertad de los políticos presos. Pero que ha comprobado que “los independentistas catalanes no aprecian nuestra compañía”. La escritora es sincera, como escribió en El País: “No sé si los independentistas catalanes creen que les conviene el hartazgo de quienes más se han esforzado por comprenderles. No sé si piensan que van a llegar más lejos poniendo en peligro a un Gobierno progresista y favoreciendo el retorno de la derecha al poder. Ni siquiera sé si se han dado cuenta de que cada día nos caen más gordos”.
Grandes, como Maura, y buena parte del mundo cultural en España no puede entender que, por ejemplo, en el funeral del editor Claudio López de Lamadrid no asista nadie del Govern de la Generalitat. Eso crea una distancia sideral, que el independentismo desprecia, envuelto en un conjunto de supuestos agravios que lo convierte en un sordo frente al mundo.
En el caso de Carmen Maura, la reacción del independentismo es mucho mayor. Se desdeña que la actriz opine sobre Cataluña, que diga que no es posible que pidan más dinero cuando lo emplean en “tonterías”. Pero, ¿no es una “tontería”, o algo mucho más grave organizar un viaje a Estados Unidos para identificar lo que ocurre en Cataluña como una vulneración de los derechos humanos? ¿No es una tontería o algo mucho más grave lanzar una propaganda sobre una supuesta conferencia en el Instituto Luther King, y acabar haciéndolo en una clase de máster, por muy prestigiosa que sea la universidad, para decir que España tiene un problema grave con los derechos civiles? Eso acaba de hacer el presidente de la Generalitat, Quim Torra.
“Vamos a un festival y ves una oficina española y otra catalana”, apunta Maura. Todo eso hace mella, erosiona la imagen, crea distancias con el mundo cultural español. Lejos de preocupar al independentismo, le da alas para seguir su camino. Perfecto. Pero, entonces, que nadie se escandalice cuando se apunta que los progres no están “con nosotros”, que no defienden un movimiento “democrático”. ¡Qué perversión, qué malos ciudadanos!