El último jueves y viernes, las facturas de teléfono de las empresas y despachos de ambos lados de la Diagonal se dispararon. Los resultados provisionales de las elecciones a la Cámara de Comercio de Barcelona no dejaron indiferente a nadie que supiera traducir la eventual victoria de la ANC en los hechos concretos que se avecinan. El activismo independentista había conseguido aplastar, al menos de manera inicial, al quietismo burgués de una ciudad conmocionada.

La última vez que los teléfonos echaron humo fue en septiembre y octubre de 2017. El mayúsculo susto que se vivió hasta la aplicación del artículo 155 de la Constitución que intervino el gobierno de la Generalitat casi es comparable a lo vivido en las últimas horas. Ni tan siquiera la derrota y entrega de Xavier Trias y la victoria de Ada Colau en las elecciones municipales de 2015 lograron causar tanto estupor.

Lo que se ha vivido entre el empresariado y el mundo profesional catalán con estas elecciones camerales ha hecho que más de uno se echara las manos a la cabeza anticipando que la dejación de responsabilidades vivida puede derivar en una zozobra apocalíptica de la propia Cámara, pero también de instituciones económicas de la importancia de la Fira o Turisme de Barcelona. Hasta el Port y La Caixa pueden quedar afectados por quienes afilan las armas en eso que llaman herramientas de país.

¿Para qué narices sirve la Cámara de Comercio de Barcelona?, se preguntan desde hace años algunos empresarios con un tono que ya incluye la respuesta. Ahora se ha visto: es la entidad que mantiene los equilibrios necesarios para un desarrollo libre de la actividad económica, que defiende en diferentes dimensiones la seguridad jurídica y la colaboración entre los sectores público y privado, además de preservar todo ese entramado a salvaguarda de los siempre invasores poderes políticos. Lo que puede saltar por los aires con estas elecciones no es una anacrónica institución económica a la que muchos consideran innecesaria; lo que se lleva por delante es todo el significado profundo y el desarrollo centenario de la actividad productiva barcelonesa.

Las elecciones no habrán concluido hasta que el lunes se confirmen los resultados finales y definitivos. Tanto la Generalitat, administración tutelar, como la Junta Electoral que ha pilotado los comicios, como los auditores del proceso o la empresa que ha puesto en funcionamiento el sistema de votación electrónica están en entredicho. Son los reyes de la chapuza. Quienes han querido defender las bondades (y el negocio) del voto electrónico han demostrado una ineficiencia que lleva a temblar, porque no en vano es la misma empresa (Scytel) encargada de las elecciones municipales europeas de los próximos días. La Generalitat, que intentaba aupar al candidato Enric Crous a la presidencia, ha demostrado que su Consejería de Empresa podría ser perfectamente africana y no advertiríamos diferencia alguna.

El conteo de los votos, la filtración de unos resultados provisionales repletos de gazapos y la necesidad de disponer de tanto tiempo para contabilizar y promulgar unas votaciones que, por primera vez, contaban con la tecnología como aliada demuestran la baja calidad del proceso y el nivel de amateurismo que ha presidido todo. Si algún juzgado decidiese repetir las elecciones por la falta de garantías aparentes, el ridículo sería ya de tamaño sideral. Ojalá que eso no suceda, porque si la victoria de los “soldados de la república” es conmocionante, la incapacidad de montar unas elecciones en el siglo XXI es denotativa del tipo de Administración palurda que se encarga de nuestros recursos.

Hasta que se cuenten todos los votos y se desempaten las dudas la suerte no está echada, pero casi. Haría bien el poder financiero de la ciudad en hacer autocrítica sobre cómo se ha desentendido de los acontecimientos y recuperar el pensamiento estratégico y único de antaño que permitía anticiparse a hechos tan lamentables como los vividos. ¿A ver quién es el guapo ahora que tras recontar los votos le quita la mayoría en el pleno a la ANC? Verán cómo las gastan los activistas antiempresa y la corriente de opinión que considera a las grandes empresas cotizadas no una fuente de riqueza para Cataluña, sino los aliados del mal y los introductores de las siete plagas bíblicas.

Haría bien Pimec en reflexionar sobre cómo ha abierto una caja de los truenos que ha acabado explotándole en las narices. Ciertos individualismos y egolatrías están haciendo del pequeño empresariado catalán una suerte de páramo infértil propio de la naturaleza muerta tras un estallido nuclear. Nada que ver con la que debiera ser su función de defensa de las pymes, que les ha usurpado un grupo de políticos independentistas radicalizados e incendiarios. Haría bien Carlos Tusquets en pensar cuál ha sido la razón por la que no ha podido conectar mejor con el epígrafe de los peluqueros y Seat y Nissan en por qué han quedado tan mal en sus pequeños epígrafes.

Lo peor que le puede pasar al empresariado de la Ciudad Condal es que siga inmóvil a partir del lunes. Lo de las manos en la cabeza empieza a ser un gesto tan recurrente como inútil. La burguesía emprendedora, europeísta, cosmopolita y avanzada o está camino de Madrid o acabará sustituida por el payés de Berga, que riega sus cultivos cada día pensando no en el progreso social colectivo, sino en que amanezca soleado y llueva más en el estado independiente por el que suspira desde un neocarlismo atávico. Hasta los recolectores de setas están demostrando que son menos, pero más listos.