Algunos amigos bienintencionados siempre me reprenden cuando utilizo hoy el término burguesía para referirme a la élite dirigente en lo económico, cultural y político. Lo consideran un concepto trasnochado, de perfil y nomenclatura marxista, al que no deberíamos recurrir en tiempos en los que todo se muestra más líquido y poliédrico. Concedámosles parte de razón, pero el nuevo metalenguaje de supuesta modernidad emplea unos sustantivos (casta, privilegiados, sociedad civil…) que quizá sean peores para conseguir la misma definición.

Traigo a colación a la burguesía catalana después de varias referencias en este mismo medio del siempre lúcido economista Jordi Alberich o de un reciente artículo en prensa de José Antonio Zarzalejos, que también se refería a los burgueses de nuestro entorno. La publicación de un libro (Barcelona, Madrid y el Estado) de Jacint Jordana, catedrático de la Pompeu Fabra, ha puesto el debate sobre la mesa otra vez. A propósito de la decadencia reciente de Cataluña, o más en concreto de su capital, varios autores han iniciado reflexiones sobre cuáles son las razones por las que ese fenómeno comienza a tener una morfología peligrosa para los intereses de Barcelona. La coincidencia de todos ellos es unánime: el proceso soberanista ha sido responsable principal de lo acontecido en términos de pérdida de peso específico.

Alberich sostiene que el último burgués catalán químicamente puro fue el malogrado José Manuel Lara Bosch. El que fuera patrón del grupo empresarial construido alrededor de la editorial Planeta fue de los pocos que entendieron que Barcelona se construía en su territorio, pero sobre todo desde Madrid. Allí se convirtió en un empresario de referencia de la comunicación e influyó como pocos en la situación política y empresarial del país. El citado Alberich relata que una vez Jordi Pujol le preguntó qué necesitaba Cataluña, si un ministro en Madrid o participar más en la gobernación del Estado, y cuenta que le respondió al expresidente catalán que con cinco empresarios como Lara era suficiente.

Lara no solo supo influir en el poder, que se concentra en la capital española, sino que aprovechó para estimular unos negocios que aportaban riqueza a Cataluña en términos de empleo, tributación y talento profesional. Hoy la burguesía de la comunidad vive de espaldas a la realidad española confundida por los discursos y relatos falsos que ha construido el nacionalismo en los últimos años: déficit fiscal, autogobierno, autosuficiencia económica...

Que la inversión extranjera haya dejado de ver a Barcelona y su área metropolitana como una oportunidad para localizar sus operaciones es en parte responsabilidad directa de esa burguesía decadente, dogmatizada y victimista. Sus fracasos personales y económicos no se han interpretado como lo que son, sino como un relato más de la concentración de poder político y económico en Madrid. La victimización burguesa es también una consecuencia de la endogamia de toda una clase social que estuvo en los orígenes del impulso nacionalista y que le ha acompañado de manera tan inconsciente como irresponsable en su última y fracasada batalla por la independencia y el Estado propio.

Fíjense los palos que se están repartiendo en la Cámara de Comercio de Barcelona por sustituir a Miquel Valls. O cómo se ha procurado politizar al máximo la Fira de Barcelona dejando a un lado el excelente papel ejercido por Josep Lluís Bonet en esa institución económica o en la Cámara de España, que aún preside. Examinen el papel de la patronal de pymes Pimec, que ha abandonado, después de años de colaboración, su alianza con ATA, la asociación más importante española en el mundo de los autónomos. Añadan la atonía última del grupo Caixa que pilota un Isidro Fainé más dubitativo que antaño, o la pérdida de algunas joyas empresariales del país como Abertis. Por no hablar del riesgo de que el Banco de Sabadell que lídera Josep Oliu pronto deje de ser (no sólo como sede social) una entidad de perfil y rasgos catalanes si quiere mantenerse en el mercado con solvencia.

Madrid, casi sin pretenderlo, le está ganando la partida a Barcelona. En lo empresarial, en el éxodo discreto y constante de profesionales hacia la capital o mediante el aislamiento del poder político catalán (antes indispensable para el Estado) como si se tratase de un virus que ha contaminado la política española y ante el cual es mejor mantenerse en cuarentena un tiempo prudencial. Encima, esa burguesía asociada, emprendedora y comprometida que tuvo Cataluña en otros tiempos no existe en la capital, donde abunda más el cortesano que vive del poder político. El burgués catalán constata, a veces no sin aflicción, que los negocios se han trasladado de manera inexorable a las cercanías del BOE no sólo por el efecto capitalidad, sino también por la locura vivida alrededor del DOGC en los años más recientes. Zarzalejos habla de “volatilización” de la burguesía barcelonesa, como representante de la iniciativa y del vanguardismo de la urbe. Habría que añadir que la disolución de esos grupos y su mimetismo con una nueva capa de políticos sin anclaje histórico está llevando a que la disolución de toda esa potencia atesorada sea difícilmente recuperable en el futuro. No son pocos los que empiezan a comparar lo que sucede entre Barcelona y Madrid con los casos de Montreal y Toronto, que propició en Canadá la pérdida de pulso de la primera a favor de la segunda con motivo del pulso nacionalista vivido en el Quebec.

Apenas la patronal Fomento del Trabajo ha conseguido mantenerse inmune a ese fenómeno, que sin embargo baña el resto de entidades económicas, sociales y cívicas barcelonesas. Desde el Círculo de Economía a la Cámara de Comercio, donde se vive una acometida rabiosa del independentismo, todas las instituciones que antaño suponían una palanca de liderazgo y un modelo de modernidad están hoy en fase de decadencia evolutiva.

La burguesía del país se ha situado frente a un laberinto de espejos que deforma su imagen. De ahí resulta difícil salir. El ruralismo identitario ha invadido el debate público y ha sustituido el europeísmo barcelonés de otros tiempos contaminando a los líderes de la burguesía con el falso debate político entre Barcelona-Madrid. Jordana sostiene en su libro que la progresiva pérdida de peso específico de la capital catalana con respecto a Madrid está en el subyacente del conflicto político abierto. Pero ese asunto, al final, es una pescadilla que se muerde la cola: ¿no será que el conflicto político, con sus años de preparación y extensión de relato populista, ha propiciado una decadencia que no se hubiera producido de otra manera? Es la pregunta que debieran hacerse esos burgueses, aunque ahora ya no les plazca considerarse como tales y algunos prefieran presentarse como víctimas de un Estado del que siempre han formado parte y alrededor del cual han cimentado sus personales fortunas.