El Gobierno tiene que adaptar su modificación/derogación/suavización de la reforma laboral a los objetivos que ha trazado la Unión Europea si quiere recibir los fondos postpandemia.

La reforma laboral aprobada por el PP de Mariano Rajoy en 2012 fue un compendio de cambios normativos, los más radicales de las últimas décadas, orientados a restar fuerza a los sindicatos y mejorar las condiciones empresariales para contratar, negociar salarios y despedir.

El Gobierno y los sindicatos --también la patronal-- entienden que la elevada temporalidad es producto directo de esos cambios que puso en marcha Fátima Báñez, la ministra de Trabajo de Rajoy. Pero lo cierto es que ese 25% de contratación eventual actual frente a la media del 14% de la UE no es de hace nueve años, sino de toda la vida; España siempre ha sido líder europeo en tasa de paro y en inestabilidad laboral.

Una parte del Gobierno quería limitar el número máximo de contratos temporales de una empresa al 15% de la plantilla, un objetivo al que han tenido que renunciar por inviable. La CEOE defiende que ciertas actividades empresariales están vinculadas a las estaciones del año --más en España que en Alemania, por ejemplo-- y que en consecuencia es imposible establecer porcentajes uniformes. Además, ¿tiene sentido que una empresa nueva tenga la misma proporción de contratos indefinidos que una ya consolidada?

Otra cosa es la aversión visceral de gran parte de nuestros empresarios a la contratación estable, que desde 2012 tiene un coste mínimo en caso de rescisión y que, sin embargo, es muy positiva para la integración de los empleados.

La marcha atrás más llamativa del sainete de la negociación en el seno del propio Consejo de Ministros sobre el alcance de la contrarreforma es la que tiene que ver con las indemnizaciones por despido: los sindicatos se deben haber quedado con la boca abierta al comprobar que el Gobierno las deja como estaban. No habrá salarios de tramitación, como hasta ahora; las causas objetivas limitarán a 20 días de sueldo por año de antigüedad con el tope de una anualidad, igual que ahora. Y aquellos 45 días de antaño en caso de despido improcedente seguirán en los 33 que se fijaron en 2012.

Antonio Garamendi, el presidente de la patronal, se ha quejado del ruido mediático en torno a estas negociaciones. Ni la CEOE ni los sindicatos van a hablar claro porque están comprometidos, pero el bombardeo de mensajes sobre una inminente crisis de Gobierno a propósito de las diferencias entre el PSOE y Unidas Podemos por los cambios en la legislación laboral han quedado severamente desmentidos.

La vicepresidenta Yolanda Díaz ha exagerado esta presunta disputa para construir la sucesión de Pablo Iglesias y crear un nuevo liderazgo adherido a su “proyecto de país” usando a otra vicepresidenta, Nadia Calviño, como referente de un enfrentamiento más teatral que real: una batalla campal de opereta. Bruselas siempre ha tenido la última palabra, y tanto los socialistas como los podemitas lo han visto claro desde el principio. Díaz ha aprovechado los resortes del Gobierno para hacer una campaña personal.

Iglesias llegó a la política para renovarla, y la ha dejado --de momento-- sin otro bagaje que la reproducción de los esquemas clásicos. Quien está llamada a sustituirle va por el mismo camino. Las leyes que ordenan las relaciones laborales son demasiado serias para empresas y trabajadores como para utilizarlas en vano de trampolín en una carrera política.