Decía Santi Vila en una entrevista en Crónica Global que Barcelona no se puede comparar a Málaga, que juegan en ligas diferentes. ¿Sí? ¿Seguro? Hay que entender que el exconsejero de Empresa de la Generalitat, el enemigo público número uno del independentismo recalcitrante que no aguanta que le digan cuatro verdades, no esconde su deseo de ser alcaldable por la capital catalana. Tampoco un cierto aire de superioridad respecto a la ciudad andaluza, común a otros políticos catalanistas. Una actitud que contrasta con los empresarios que, desde ayer, asisten a las jornadas del Círculo de Economía, referente político y económico, y que miran con envidia el despegue tecnológico, social, cultural y empresarial de Málaga mientras Barcelona languidece.
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, intervino ayer en esas jornadas económicas. Buscó complicidades, sabedora de que jugaba en campo contrario. Incluso hizo guiños a los empresarios que defienden la "Barcelona del sí". No en vano solo falta un año para que se celebren elecciones municipales. Pero la desconexión y la falta de empatía con los asistentes fueron muy evidentes.
Existe un consenso casi generalizado sobre la necesidad de echar a la líder de los comunes de la alcaldía. El tiempo --y ERC, llamada a ser la aliada preferida de la formación morada-- dirá si en mayo de 2023 se produce ese relevo. ¿Cómo se ha llegado a esa situación? Las consecuencias de la pandemia y de la guerra en Ucrania no pueden ser atribuidas a la gestión de Colau, pero han dado la puntilla a una ciudad con recursos, talento y prestigio que, en los últimos años, ha retrocedido a pasos agigantados.
Cuando la activista dio el salto a la política levantó muchas expectativas, sin que nadie esperara que la caída fuera tan dura. Todos compramos el discurso de la regeneración, del derecho a la vivienda, de la defensa de los trabajadores, de la transparencia, de la lucha contra el amiguismo. Nada de eso se ha plasmado en acciones eficaces. La líder de esa confluencia de izquierdas ha gobernado la ciudad “al dictado”, expresión utilizada por Bruce Katz, urbanista de Clinton y Obama, en otra entrevista en este medio, para advertir de que las ciudades progresan gracias a la confianza, a la colaboración público-privada, a la participación ciudadana. La Ciudad Condal ha sido ejemplo para otros países en la apertura de la toma de decisiones a los barceloneses. El problema es que el ciudadano participa, pero no decide. Porque, finalmente, es el consistorio el que tiene la última palabra. Quizá deba ser así, pero para este viaje no hacían falta tantas alforjas.
Katz, que se confiesa demócrata, elogia los cambios que el republicano Bloomberg hizo en la ciudad de Nueva York. Porque no es sectario. Porque gestionar una gran ciudad requiere cintura, pacto y amplitud de miras. Y, sobre todo, salir de esa zona de confort ideológica útil e incluso necesaria en movilizaciones sociales, pero no para gobernar.
Los prejuicios de Colau sobre la iniciativa privada, sobre los emprendedores, ha provocado mucha burocracia --atención al vía crucis que sufre un pequeño empresario para abrir un bar con terraza en una ciudad mediterránea como Barcelona-- y poca complicidad con sectores sociales que, durante años ejercieron de motor de la ciudad. Puede parecer un contrasentido, pero la alcaldesa ha cometido el mismo pecado que esa izquierda elitista desconectada con las clases trabajadoras, las que necesitan también de esos negocios, nuevos o históricos, que hoy cierran sin asomo de protección por parte del ayuntamiento. Negocios que fueron abiertos por personas que, tras sufrir la gran crisis económica de 2008, capitalizaron el paro para abrir una tienda o un bar.
“¡Es la globalización, estúpido!”. Y también el Ibex. Y las leyes del mercado. ¿Qué puede hacer entonces un ayuntamiento? ¿Qué puede hacer entonces David contra Goliat? Pues crear complicidades, renunciar a posiciones maximalistas, negociar, escuchar. Podemos lo está haciendo en el Gobierno español, donde se ha tragado su orgullo reivindicativo en cuestiones tan trascendentales como la reforma laboral. ¿Por qué no hace lo mismo Colau? ¿Tan descabellado es una moratoria fiscal? ¿O flexibilizar ese urbanismo táctico que tantos quebraderos de cabeza causa a comerciantes y ciudadanos? También para la propia Colau, cuyos contratos son investigados.
Incluso se debería dejar en segundo plano la política, como hace el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre. Porque eso es lo que hace este edil del PP, según afirman los empresarios que le conocen e incluso la propia Manuela Carmena.
Barcelona se está quedando pequeña. Pero no lo hace con el dinamismo de ciudades como Málaga, sino que aguanta gracias a la inercia de una gran marca, de un orgullo de ciudad que está emulando Madrid, aunque en su caso se debe al populismo exacerbado de Isabel Díaz Ayuso. Va siendo hora, por tanto, de que esa gran Barcelona que soñó Pasqual Maragall sea una realidad. Que esa Barcelona del no a todo --a la ampliación del aeropuerto, a los Juegos Olímpicos de Invierno-- de paso a una metrópoli con verdaderas sinergias entre las ciudades que la componen. Hubo un tiempo en que la capital expulsaba hacia ciudades como L’Hospitalet de Llobregat todo aquello que no quería. Pero la ampliación de la Fira hacia ese municipio o la ciudad judicial demuestran que también entre urbes, las fronteras tienen menos sentido ahora. También las ideológicas.