Las imágenes aéreas de la manifestación del pasado sábado a favor de Isabel Díaz Ayuso eran impactantes, pero es el plano detalle el que, sin duda, trasciende toda lógica política. El de hombres y mujeres emocionados hasta la lágrima, defendiendo la figura de la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Sabemos que en política triunfan dos tipos de líderes: el que tiene carisma, como por ejemplo Felipe González, o el que inspira credibilidad, como José María Aznar. Ayuso no derrocha ni una cosa ni otra, pero sí un tipo de populismo que, por lo visto, gusta a los madrileños, voten o no al PP.

La presidenta madrileña está por encima de unas siglas que algunos daban ya por desaparecidas, tal ha sido la crisis derivada de su enfrentamiento con Pablo Casado. Tan cruento y tan mediático. Tan de este siglo XXI donde los trapos sucios ya no se lavan en privado, donde las lealtades duran lo que se tarda en leer un tuit, donde el trabajo en equipo ha sido sustituido por el dictado de asesores en la sombra.

El fenómeno Ayuso recuerda mucho, por esas situaciones de éxtasis colectivo y sus dejes populistas y patrioteros, a la locura que despertaba Eva Perón, la glamurosa primera dama argentina que luchaba por las desigualdades sociales envuelta en abrigos de piel y collares de perlas. Pero la madrileña no es Evita, aunque sus allegados le perdonen el nepotismo que supone conceder contratos millonarios a la empresa de unos amigos y que su hermano cobre comisiones. Puede que sea legal, pero la competencia no puede ser más desleal.

Jordi Pujol tampoco es Eva Perón, aunque de nacionalista, patriotero y populista tiene un rato, pero también fue capaz de reunir a centenares de personas, en su caso para autoproclamarse víctima de una jugada indigna del Gobierno español con la investigación del caso Banca Catalana. La casualidad ha querido que, con pocos días de diferencia, el fenómeno Ayuso estallara y el Govern pretendiera blanquear al expresidente en vísperas de su juicio por fraude invitándole a un acto organizado por la Consejería de Acción Exterior.

Como se sabe, Pujol es un corrupto confeso, pero el independentismo pasa de puntillas sobre esos delitos, como ha pasado de valorar ese estallido de fervor que despierta Ayuso. Algún intento ha habido de aprovechar el caso de las mascarillas para asegurar que Madrid es mucho más corrupta que Cataluña, como también de defender la figura de Pujol, a quien el independentismo más bizarro le considera víctima del odio españolista. El profesor de la UPF Héctor López Bofill, el que frivoliza con los muertos de los procesos secesionistas, dixit.

Junts per Catalunya, neoconvergentes ellos, no está en disposición de cuestionar las corruptelas madrileñas. Como tampoco ERC, que hizo bandera de mans netes, pero ha pactado en repetidas ocasiones con esos herederos de la antigua CDC. La que todavía está presente en determinadas instituciones. Atención a Roger Loppacher, expresidente del CAC, recolocado como nuevo presidente de la Autoridad Catalana de la Competencia (ACCO). O la exconsejera Meritxell Borràs, hija de uno de los fundadores de Convergència, designada como presidenta de la Autoridad Catalana de Protección de Datos.