El Govern, con Pere Aragonès al frente, ha abordado esta semana el escándalo del resultado de PISA. Uno puede pensar que el puente sirvió al equipo republicano para trazar una estrategia que subsanara los errores cometidos tras la divulgación de los resultados --culpar a la inmigración, señalar después que no habían interpretado bien la muestra, presentar una lista de 10 puntos vacíos de impacto real…-- y sirviera para redefinir cómo se explica a la ciudadanía cuál es el plan.

El suspenso también ha sido mayúsculo en este periodo de reflexión. El president sí que entonó el mea culpa en el Parlament y convocó una (otra) mesa de partidos para abordar la situación. Invocó al gran pacto para reformar la ley de política lingüística de 1998 que firmó la mayoría del hemiciclo catalán --PSC, ERC, Junts y En Comú Podem-- en marzo de 2022. Pero el devenir mismo de este acuerdo ya indica que se trata de una vía muerta.

La inmersión no se ha flexibilizado en Cataluña ni se ha recuperado la propuesta de otro republicano, el exconsejero Bargalló, para reforzar el catalán en zonas de mayoría castellanohablante y viceversa. La lengua es un arma arrojadiza entre partidos y, ante las evidencias de que los niños cada vez tienen más problemas de comprensión lectora, las únicas políticas a las que el Govern apela de forma cíclica son las que pasan por fiscalizar que el alumnado hable catalán en el recreo. Todo ello, a las puertas de una semana en la que una misión europea evaluará qué pasa con la tan invocada inmersión en Cataluña.

El sistema educativo ha fallado. No son las políticas que ha aplicado Aragonès, ni las de su predecesor en el cargo, son 12 años de errores acumulados en la organización de la educación que se remontan al desarrollo de la LEC. En más de una década de recortes no revertidos y de vender una autonomía de los centros que es un caramelo envenenado, ya que se han allanado las responsabilidades y márgenes de maniobra del profesorado (desautorizado dentro y fuera de la clase) y se ha concentrado el poder en unas direcciones a las que no se ha dado la llave de la caja. De poner a las escuelas a competir entre ellas. Incluso entre centros públicos, ya que cada año intentan convencer que sus proyectos son mejores que los de sus vecinos en las jornadas de puertas abiertas.

Todo ello, ha dado lugar a una escuela en la que persiste la segregación, que tiene problemas para atender a las necesidades del alumnado en situación de pobreza (cada vez más acusada) y que es incapaz de asumir a unos grupos cada vez más diversos. Salvo contadas excepciones, los centros catalanes no atienden de forma correcta las necesidades especiales de sus pequeños y, sí, eso es por falta de recursos.

Además de convocar a los partidos en un debate que, en el contexto de campaña permanente actual, apunta a estéril, el Govern ha decidido mandar una carta a las familias. A todas, incluso a las que escolarizan a sus bebés en unas bressol endosadas a los ayuntamientos y, por consecuencia, infrafinanciadas. A nadie se le escapa que sin la educación en casa la formación de los niños resulta incompleta. Y que, en una sociedad donde la conciliación penaliza, el papel de las familias es cada vez más controvertido y en demasiadas ocasiones incluso va en dirección contraria a los valores con los que trabajan los centros. Pero ¿era el momento de mandarla?

El Govern ha sido incapaz de presentar fórmulas que apunten a que se van a revertir a corto plazo las carencias que se viven en clase, pero ha señalado a las familias. Los sindicatos educativos ya han hecho pública su indignación con la medida. En los parques y en las puertas de los centros, es aún más evidente. El único anuncio en firme de la Generalitat ha sido el de prohibir los teléfonos móviles en las escuelas primarias que, por cierto, es una iniciativa que sale de las familias.