La Intervención General de la Administración del Estado ha dado a conocer las cifras de gasto público en España de 2017. Es una fotografía muy fidedigna de cómo hemos salido de la crisis económica. En 2012, nuestro país destinaba equivalente al 48,10% de su PIB a las políticas de educación, sanidad, etcétera, mientras que en 2017 gastó el 41%, la friolera de 7,11 puntos menos.
La caída responde, obviamente, a la aplicación de las recetas liberales de equilibrio de las cuentas públicas con menos impuestos y menos gasto para salir de la recesión. Sin embargo, un repaso de esos datos en otros países miembros de la UE ayuda bastante a entender las cosas.
Y ahí vemos que en España el gasto público per cápita ha pasado de los 10.655 euros de 2012 a los 10.247 euros de 2017, casi un 4% menos. En Alemania, la principal defensora de los recortes, que ya había tenido que enfrentarse a sus viejos demonios tras la reunificación, ha subido en ese mismo periodo el 19,5% en su gasto público per cápita: de 14.545 euros a 17.379 euros. Los franceses lo han aumentado más del 9%; los modestos portugueses, un 6,7%. Y los díscolos italianos casi un 7%.
¿Qué ha pasado para que España haya dado un giro tan importante que nos lleva a un Estado del bienestar aún más débil?
Mariano Rajoy quiso ser un alumno aplicado de los hombres de negro de la Comisión Europea y adoptó las políticas liberales que ellos defendían, pero que no aplicaban en sus propios países. El Gobierno del Partido Popular aprobó en 2012 una ley orgánica que establece la regla del gasto, que no podrá incrementar a un ritmo mayor que el PIB.
La norma tiene una cierta perversidad porque no distingue el tipo de gasto, si es local, autonómico o central; lo que ata de pies y manos a futuros gobiernos de los tres niveles administrativos que quieran mejorar las coberturas sociales.
La LOEPSEF, que así se llama, fue aprobada, pese a que el PP tenía mayoría absoluta y no los necesitaba, con los votos de CiU y la abstención del PNV. Y dejó las cosas atadas y bien atadas.
Esa es la verdadera política.
Ese mismo año, Artur Mas meditaba cómo aprovechar el malestar popular provocado en parte por las políticas restrictivas que él adoptaba en Cataluña y las ultraliberales que apoyaba en Madrid. El PP le pagaba en el Parlament con el respaldo a sus Presupuestos, y todos tan contentos.
El nacionalismo empujaba a sus seguidores al callejón sin salida en el que ahora se encuentran, creando y difundiendo nuevas mentiras como la asimilación de separatismo y progresismo, cuando en realidad las políticas convergentes han sido mayoritariamente retrógradas.
Por eso la irrupción de la extrema derecha de Vox en el panorama español les viene como anillo al dedo para subrayar perfil propio progre frente a los fachas. En lo que constituye la columna vertebral de la política de un país, la economía, no hay mucha distancia entre Vox y el PP. Y los convergentes apoyaron a Rajoy a lo largo de su viraje ultraliberal, como hicieron también en la reforma laboral, que otra vez respaldaron sin necesidad.
Esa tendencia a ocultar los hechos con palabrería y gesticulación se manifiesta de forma meridiana en las redes sociales, donde en estos momentos reside la política catalana. La táctica del calamar. El nacionalismo echa mano constantemente de palabras gruesas y amenazas para hablar de sus adversarios, cuando no se deja arrastrar por ese ramalazo escatológico tan propio que les hace llenarse la boca de palabras como escoria, cloaca, alcantarilla... Aspavientos para ocultar que cuando han tenido la oportunidad de gobernar --hace años que solo gesticulan-- se han distinguido por su extremado conservadurismo.