El lunes pareció que la inesperada propuesta de Albert Rivera de abstenerse en la investidura de Pedro Sánchez podría cambiar el curso inexorable hacia una repetición electoral. Por primera vez, después de muchos meses de intransigencia, el líder naranja se abría a un escenario que tiempo atrás él mismo había calificado de “chiste” al ser preguntado sobre una posible abstención. Sin embargo, pronto se ha visto que la oferta naranja no era más que un jugada táctica, bastante desesperada, para evitar que le acusen en campaña de no haber hecho nada por evitar ir a nuevas elecciones. Lo demuestra que, al margen del contenido de sus exigencias (sobre un gobierno constitucionalista en Navarra, el respeto a la legalidad en Cataluña, la negativa a otorgar indultos a los presos del procés y la no subida de impuestos a las clases medias), su hipotética abstención estaba condicionada a que el PP también lo hiciera. De manera que, más allá de la respuesta que diera Sánchez a esas peticiones, la viabilidad última de ese cambio suyo de voto dependía de los intereses de un tercero. Algo realmente inaudito en política. Teniendo en cuenta que el PP es el partido que menos tiene que perder ante una repetición electoral --si en las generales del 28 de abril evitó el sorpasso de Ciudadanos, en las elecciones de mayo empezó a recuperar posiciones--, no es extraño que Pablo Casado respondiera ayer, tras visitar al rey, que volvería a votar 'no' en caso de que hubiera una segunda investidura del líder socialista.

Sin embargo, el movimiento de Rivera no es inútil del todo. Internamente le permite reconciliarse un poco, aunque tarde y mal, con una parte de los suyos que están muy contrariados con su enroque. El líder naranja es consciente que ha jugado muy mal sus cartas en estos últimos meses y, si bien no es capaz de rectificar (nunca tampoco lo ha hecho en el pasado), ha intentado crear con esa farsa de suspense una última imagen ante sus electores que le permita afirmar en campaña que él sí se movió para evitar la irresponsabilidad de ir a nuevas elecciones. Ese gesto de última hora, muy a destiempo, es una reacción ante el vértigo que seguramente le produce seguir empecinado en una estrategia política que sabe agotada. Sabe que Cs ya no puede crecer más por la derecha porque Casado se está afianzando como líder del PP. Su discurso de regeneración de antaño ya no es creíble cuando los naranjas han apoyado a los populares en todas partes tras las municipales y autonómicas, incluso pese a los casos de corrupción que les siguen sacudiendo. El discurso apocalíptico de Rivera ha regalado la centralidad al PSOE porque su profecía de que Sánchez iba a aliarse a cualquier precio con Unidas Podemos y los independentistas ha fallado estrepitosamente, mientras él tampoco no ha hecho nada para evitarlo, ni tan siquiera reunirse en la Moncloa. Y, consecuentemente, ahora una parte de los suyos no entienden para qué votarle. De todos los políticos, Rivera es quien afronta las elecciones del 10 de noviembre con más interrogantes sobre su futuro.