Agustí Colomines, durante su participación en el ciclo Letras en Sevilla, explicó al público que estuvo casado "con una persona de Madrid" y que su hijo tenía un apellido español: Rojo. Al margen de su justificación emocional sobre los "aprecios múltiples", su comentario no fue casual ni anecdótico. Basta rastrear las redes para encontrarse numerosos tuits y vídeos, en las últimas semanas, en los que algunos independentistas dicen tener un apellido español. Forma parte de una campaña, premeditada o no, que pretende dejar claro que el independentismo no es racista ni supremacista, ni tampoco el nacionalismo --si admitimos que son sensibilidades distintas aunque convergentes--.

"Tengo un apellido español porque mi abuelo es extremeño, pero nadie me margina por ello", dice una youtuber. Para continuar acusando a Cs de ser supremacistas por recordarle, al parecer, que por tener un apellido español no debería ser independentista. La capacidad prestidigitadora del nacionalismo es admirable. En Sevilla, por ejemplo, nadie del público le apuntó a Colomines que su hijo no tiene un apellido español, sino dos. O si prefiere, como el bisabuelo de su hijo --el general Rojo-- era valenciano, tiene uno catalán y otro valenciano, los dos españoles. Es una obviedad, aunque le pese tanto al padre.

Es conocido que durante el franquismo y el régimen pujolista las identidades onomásticas han tenido una extraordinaria importancia. Un ejemplo se puede rastrear en los nombres de familia de los diputados en el Parlamento catalán desde 1980. Es sabido que los García, López, Sánchez, Rodríguez, etc. son los apellidos más comunes en Cataluña pero han sido los menos recurrentes entre sus señorías. No es una anécdota sino que forma parte de la normalización identitaria de Cataluña. Así, al mismo tiempo que se fijaba la identidad colectiva, se reinventaba el patrimonio onomástico. Este sistema de nominación se ha de relacionar con la movilidad y con los límites y ventajas de la antroponimia en una sociedad tan condicionada por el dogma nacional y el culto al linaje familiar.

Es digno de estudio que, en los últimos cuarenta años, muchos ciudadanos que tienen apellidos castellanos hayan optado por catalanizar el nombre. También es llamativo que muchas personas que tienen un apellido castellano seguido por otro catalán hayan invertido el orden, o hayan reducido el primero a la inicial seguida de un punto. Cada uno es libre de hacer lo que crea oportuno con su filiación nominal, pero cuando se produce de manera tan compartida y tan extendida es que estamos ante un fenómeno sociológico que debería ser analizado por sus efectos identitarios de larga duración y por su impacto en la vida cotidiana.

Dijo Juan de Ávila que la carne, que se hereda de los padres, "es cosa para haber vergüenza y temor". Detrás de las palabras de este escritor ascético del siglo XVI se escondía su ironía sobre cómo los linajudos alardeaban de su superioridad social, moral y religiosa. Sus palabras eran también un grito de solidaridad con los descendientes de judeoconversos a los que intentaban excluir de la administración o de cargos eclesiásticos. La limpieza y la pureza de sangre fue también una guerra y un negocio onomásticos que alcanzaron tal magnitud que la Inquisición ordenó quemar los libros verdes donde se anotaban las historias de familias infectas. Otra opción muy recurrida fue alterar convenientemente la memoria familiar y ponerse al servicio de patrones con mucho poder, y de ese modo asegurarse el ascenso social.

Nada nuevo en la historia de España en particular, y de Occidente en general. Las élites dominantes han recurrido una y otra vez a la manipulación de los nombres y apellidos para fortalecer la imagen de un país homogéneo social y culturalmente. La clerecía de cada lugar ha avalado esos procesos para ensalzar la adecuación de la antroponimia con los sistemas de referencia vigentes. El racismo onomástico de Colomines es sólo un ejemplo, por otra parte muy común entre los nacionalistas que, por fin, han decidido salir del armario, dentro ya ni cabían.