El pasado miércoles se cumplieron diez años del fallecimiento de mi padre, Jordi Solé Tura, junto al que viví el exilio y muchas luchas políticas del antifranquismo. Transité con la mirada de un niño por muchos de los desafíos y debates intelectuales de aquella época. En la adolescencia entendí que tendría que compartir a mi padre con más de 40 millones de ciudadanos y ciudadanas en su condición también de padre de la Constitución del 78, al tiempo que sentí cómo era abducido por las urgencias de la construcción democrática y por el ejercicio de delicado funambulismo político que supuso la Transición.

Siempre me he negado a responder a la insistente pregunta de qué pensaría él de la situación actual. Escribió miles de artículos en prensa, decenas de libros y habló suficientemente como para conocer con exactitud sus ideas en una época en la que no existían ni las redes sociales ni muchas de las crisis actuales, pero en la que sorprende su aguda intuición para prever y definir los problemas del presente. Añado que además de intuición tenía método, su sólida formación marxista le permitía entender la lógica mecanicista que suele haber detrás de los grandes movimientos políticos, todo es cuestión de saber mirarlos a la distancia adecuada.

En muchas de sus obras y artículos traza con claridad los ejes de su pensamiento acerca de la eterna “cuestión nacional”, la lucha territorial e identitaria que ha marcado la historia de España desde el siglo XIX.  En su tesis doctoral, Catalanisme i revolució burgesa (1967) partía del estudio del pensamiento del fundador de la Mancomunitat, Enric Prat de la Riba, para hacer la distinción entre un catalanismo de extracción popular y otro conservador y burgués que no era un sentimiento de emanación divina surgida del fondo de los tiempos (un sol poble) sino una ideología de clase al servicio de una burguesía que reclamaba un mayor protagonismo político en una España en plena regeneración tras la pérdida del imperio colonial.

Mi padre criticaba además con fuerza al catalanismo conservador por su papel acomodaticio frente al poder central en vez de ejercer una función transformadora. Este análisis le costó la inquina feroz por parte del grupo nacional-católico comandado por Jordi Pujol y de su entonces ariete intelectual Josep Benet, ecos que aún hoy resuenan y que han vuelto a escucharse a partir de la reedición del libro en 2018.

En su otra obra de referencia sobre el tema, Autonomia, federalisme i autodeterminació (1985), que se reeditará en breve, Jordi explicaba las tensiones y dificultades que se produjeron durante el período constituyente, así como la batalla terminológica en la que acabó triunfando el término nacionalidades para resolver la tensión, hoy tan vigente como entonces, alrededor del concepto de nación.

Consciente de que todas estas tensiones hipotecaban la consolidación democrática, Jordi luchó y defendió a brazo partido la estructura descentralizada del Estado, la de la España de las autonomías plasmada en el título VIII de la Constitución, un salto en el hiperespacio viniendo de donde veníamos y que sin lugar a dudas hoy no sería reproducible con una derecha y una extrema derecha políticamente rearmadas, con una polarización extrema del debate territorial y con una profundidad política que no parece ir mucho más allá del tuit.

La solución fue arriesgada y salomónica, demasiado racional para el gusto de los nacionalistas de ambos lados, pero suficientemente ambigua para que todos la aprobaran a pesar de que tardaron poco en intentar retroceder (LOAPA) o renegarla (el doble lenguaje al respecto de los nacionalistas vascos y catalanes es suficientemente elocuente). Con el tiempo se acabarían añadiendo a la esquizofrenia colectiva el populismo de izquierdas y su descalificación del “régimen del 78”, poco antes de que su líder se reconvirtiera en adalid constitucional en los debates televisivos. 

El modelo del título VIII era un híbrido ad hoc, pero sin duda tenía una pulsión federalizante, una herramienta pensada para su mejora habida cuenta de las cuestiones importantes que quedaron en el tintero. Desde el minuto uno, los constituyentes --y mi padre el primero-- supieron que se habían quedado pendientes varios pasos para construir un auténtico Estado federal: unos mecanismos de financiación autonómica transparentes y que evitaran la bilateralidad entre las Comunidades Autónomas y el Estado, bajo la sombra además del agravio intocable que suponían los fueros vasco-navarros; pero sobre todo quedó mal resuelta la cuestión básica del papel del Senado, que él soñaba como un Bundesrat (Senado alemán) que permitiría avanzar hacia un auténtico federalismo cooperativo a la alemana, donde se discutiera sobre cómo resolver problemas federales sin poner permanentemente en duda el propio sistema.

De un aniversario a otro, puesto que hace dos días se celebró el de la Constitución más eficaz de la historia española, una Carta Magna tan denostada por los nacionalistas periféricos y que pronto volverá a ser el parapeto contra el viento de la extrema derecha a la que estos mismos nacionalistas han dado vida de manera tan irresponsable. Pero se trata también de la Constitución que ha permitido saltar de la prehistórica dictadura a la modernidad europea.

Para mi padre, hombre racionalista y humanista donde los haya, la manera de confrontar las inercias de un país tan entregado a las pasiones políticas era crear un sistema basado en la lealtad institucional que permitiera, como lo ha hecho, fijar las instituciones democráticas y establecer una mecánica territorial eficaz. Pese a quien pese, la estabilidad del actual marco constitucional y su federalismo imperfecto y absolutamente perfectible es una gran victoria para un federalista convencido como él. Ahora nos toca a nosotros ver cómo lo hacemos avanzar.