Admito que oír hablar de exiliados o presos políticos referido a los líderes del procés, me produce incomodidad y hasta repugnancia. Ya sabemos que el lenguaje puede ser perverso y que las palabras pierden en ocasiones su sentido real para construir un relato --en puridad un cuento-- políticamente interesado. Pero esta banalización del lenguaje me revuelve las tripas. Venimos de lo que venimos: una dictadura asentada en la reprensión a sangre y fuego. Utilizar una terminología como esta, o el uso abusivo y sistemático de términos como fascista para descalificar al adversario, me parece una cruel afrenta para quienes realmente fueron víctimas del fascismo y sufrieron entonces años de prisión y decenios de exilio.
El exilio puede ser un simple destello cuando se trata de contemplar la historia; pero también es un tiempo exorbitante si se aplica al protagonista de un destierro. Medio millón de españoles fueron arrojados extramuros de su tierra hace ochenta años por la fuerza de las armas, víctimas de una “guerra de venganza y exterminio”, como la llamó Manuel Azaña. Todos ellos derrotados, agotados, ligeros de equipaje, lanzados a la incertidumbre de un regreso que, para demasiados, nunca llegó a producirse. Tuvo rasgos de éxodo, de vía de escape de la cárcel o, desgraciadamente para demasiados, de la muerte. Aquellos exiliados fueron tal vez las víctimas menos reconocidas de la transición.
Quizá la mayor frustración para la mayoría de ellos fue que, tras dedicar no pocas energías y desvelos a la causa de la libertad en España, cuando ésta se recuperó, no fueron ni amados ni odiados, sino simplemente ignorados u olvidados. A lo largo de decenios, la suya fue una muerte lenta recordada por cada hoja arrancada al calendario del sueño del retorno. Fueron presos permanentes de la contradicción entre “el ansia de volver y la imposibilidad de hacerlo”, en palabras de Adolfo Sánchez Vázquez, el filósofo español que creó escuela en México, a donde llegó tras la guerra.
Los exiliados fueron, la única voz libre en el mundo de una España silenciada. Huyeron de la cárcel, el odio y la muerte tras la Guerra Civil, obligadas a errar durante el resto de sus vidas, perdidos en un sombrío laberinto del que, por lo general, no pudieron escapar. Nada tiene esto que ver con la situación de los dirigentes independentistas huidos de una España libre y democrática. ¿Y de las cárceles? Sirva sólo reseñar que más de 50.000 personas fueron procesadas por el Tribunal de Orden Público entre 1963 y 1976. ¿Dónde está la analogía entre aquellos tiempos y los presentes?
Larga es nuestra tradición de exilios y destierros forzosos: la expulsión de los judíos, los moriscos, los jesuitas… Pero ninguna emigración fue tan cruel ni despiadada como la que siguió a aquel conflicto fratricida. Aventados al páramo de lo desconocido por la fuerza de las armas y el temor a la represión que se anunciaba, solo pudieron cargar con el pesado fardo de los recuerdos que jamás dejaron orillado en ninguna de las interminables cunetas de su largo peregrinar por el mundo y la vida. España Peregrina se llamó una de las primeras publicaciones impulsadas en México, fundada por José Bergamín a principios de 1940.
Cuando en España se habla de el exilio, está implícita la idea de referirnos exclusivamente al que siguió a la guerra civil. Aquel fue un exilio único en su momento y forma, aunque con manifestaciones diversas en su aclimatación posterior al destierro. Vivieron cuarenta años estacionados en la eterna esperanza rota del retorno. Desde una vertiente íntima, vital, aquellos exiliados nunca dejaron de serlo: se les robó no solo su pasado sino también su futuro. Decía Imre Kertész, aludiendo al universo totalitario del nazismo y del estalinismo que le tocó vivir en su Hungría natal, que “un rasgo de las dictaduras es su voluntad y gran capacidad de expropiar el destino de cada persona y proceder a su conversión en un destino de masas”, es decir, un porvenir tan incierto como despersonalizado.
El exilio es un castigo que no tiene fin, una condena sin sentencia, tan dilatada como dura la ausencia. Como en El Proceso de Kafka, “la condena no se produce de golpe, sino que el procedimiento pasa, poco a poco, a ser una condena”. El nuestro es un país que tiene una mala relación con su pasado, tiende demasiado a la amnesia histórica. El exilio, con el tiempo, dejó de ser político y se convirtió, sobre todo, en económico y afectivo. Fue una vida de distancia agigantada por el paso inclemente del tiempo.
Adolfo Sánchez Vázquez decía que, cuando se hizo posible la vuelta, “el exiliado descubre con estupor primero, con dolor después, con cierta ironía más tarde, en el momento mismo en que objetivamente ha terminado su exilio, que el tiempo no ha pasado impunemente y que, tanto si vuelve como si no vuelve, jamás dejará de ser un exiliado”. Tras años de esperanzas frustradas, está condenado a ser exiliado para siempre y a admitir que el fin del exilio es, para él, un exilio sin fin. La gran esperanza del presente es evitar que el río de la intolerancia, que nace en el manantial del autoritarismo, fluya caudaloso hasta anegar la libertad. El resto, es falsear la historia, negar la realidad y engañar inicuamente a las nuevas generaciones.