En noviembre de 2017, en pleno Procés, mi padre tuvo que someterse a una grave intervención quirúrgica, que implicaba un postoperatorio complicado y varias semanas de recuperación en el hospital. Durante casi dos meses y medio, la planta octava de Can Ruti se convirtió en una especie de segunda casa, donde aprendí dos lecciones de vida: que haber nacido en este país y poder contar con un hospital público como Can Ruti cerca de casa es un regalo del destino. Y que la Sanidad Pública es un logro de nuestra sociedad, mucho más merecedor de orgullo que cualquier otro sentido de patria.  

Sí, todavía faltaban tres años para que estallara esta maldita pandemia y todos saliéramos al balcón para aplaudir el esfuerzo de los médicos y sanitarios en su lucha diaria por salvar pacientes de la Covid-19, pero yo, repelente como ninguna, ya había aprendido a valorar el tesoro de la Sanidad pública. Nunca olvidaré el trato excelente y profesional que mi padre recibió de cirujanos, doctores, enfermeras y sanitarios --muchos de ellos víctimas de los recortes y reducciones de salarios de los últimos diez años- durante la temporada que estuvo ingresado en Can Ruti. Tenía ganas de abrazarlos y regalarles cajas de bombones todos los días.

Por otro lado, el tiempo pasado en Can Ruti me hizo entender también que la Sanidad Pública nos pone a todos en el mismo nivel: en un hospital público no hay diferencias entre ricos y pobres, indepes o unionistas, de izquierdas o derechas. Todos somos igual de vulnerables cuando nuestra salud peligra. Todos tenemos derecho a la Salud.  

Sin embargo, no siempre ha sido así. “En España, el concepto de Salud entendido como un derecho de los ciudadanos llegó con retraso, con la llegada de la democracia y el estado del Bienestar, hace 40 años”, explicó el historiador Borja de Riquer en una interesante conferencia online sobre Salud Pública organizada esta semana por el Palau Macaya.  

De Riquer explicó de forma muy amena los factores que explican por qué la Sanidad es “la última asignatura” del Estado de Bienestar español. Y para ello hay que remontarse al siglo XIX, con la llegada de régimen liberal español. El primer factor fueron las famosas desamortizaciones: “El Estado expropió las instituciones caritativas de la Iglesia, las únicas que estaban dando atención benéfica a las clases populares, por lo que empeoró la red tradicional caritativa del país”, señaló de Riquer.

El segundo factor, vinculado también al gobierno liberal del siglo XIX, fue considerar la Salud “como un asunto estrictamente personal, y no una preocupación de estado: las instituciones públicas solo debían tratar a los discapacitados, o aquellos totalmente inválidos para trabajar, por ejemplo”, explicó el prestigioso historiador. De Riquer detalló que las leyes sobre salud dictadas a mediados de siglo XIX delegaban la mayoría de los servicios de Salud a municipios y diputaciones: dispensarios, manicomios, maternidades… mientras que el Estado asumía la creación de hospitales para problemas más grandes. Sin embargo, esto a penas se produjo, “porque desde el gobierno se marcó como prioridad la atención domiciliaria --mucho más barata-- que la hospitalaria”, comentó.  También tuvo mucho que ver lo que de Riquer llama el tercer factor: la escasez de recursos destinados a gasto público:

“En el siglo XIX los hospitales que existen en España son viejos, fuentes de infección… El Estado apenas construye nuevos hospitales públicos”, comentó de Riquer. El primero en construirse fue el Clínico de Madrid, en 1893. Y en 1906 se terminó el Clínico de Barcelona, “después de 30 años construyéndose”, explicó de Riquer.

La baja atención prestada en España a la Salud durante más de un siglo y medio explica la alta letalidad que tuvieron pandemias como el cólera, la fiebre amarilla y la gripe española en comparación a otros países europeos, añadió el historiador. Tampoco ayudó la “actitud conservadora a la hora de aplicar tratamientos modernos, como la vacuna contra el cólera desarrollada por el doctor Jaume Ferrán en Valencia, “que de entrada se prohibió”; o el hecho de que la práctica general en caso de pandemia fuera el aislamiento de los afectados “fuera de las ciudades, a poder ser”, es decir, “dejarlos morir”. Todo ello provocaba la paralización de la vida económica en las ciudades, la necesidad de crear juntas de auxilio para salvar a los pobres y la huida de las clases altas fuera de la ciudad: “en Madrid se iban a la Sierra, en Barcelona, a Vallvidrera, o a Sarrià…”, detalló de Riquer.

Aunque el gasto sanitario español en relación al PIB ha sido históricamente inferior al de otros países europeos, incluso ya en Democracia, “en 2009 llegamos al 6.77% del PIB, acercándonos por primera vez a la media europea. Pero entonces llegó la gran crisis…”, dijo el historiador, lamentando que la cifra actual, un 5,95% del PIB, sea “peor” que hace diez años, si además se tienen en cuenta los efectos de los recortes de personal sanitario, la disminución de las remuneraciones (muy bajas en comparación a Europa), la falta de renovación de instalaciones sanitarias, listas de espera para intervenciones…  

“La pandemia actual nos ha permitido ver a todos el enorme esfuerzo del personal sanitario a pesar de las carencias”, concluyó de Riquer, recordando nuestra obligación de repensar cómo han de ser las políticas públicas a partir de ahora: “¿A qué hay que dar prioridad?”, se preguntó. “En mi opinión, no podemos regresar a políticas de austeridad de hace diez años, porque hemos visto los efectos: los recortes generan más desigualdad”.  Y añadió: “hemos tardado mucho tiempo en conseguir un estado de bienestar y ahora no nos podemos permitir un deterioro. Los intereses económicos no pueden condicionarlo todo, y menos si ponen en peligro la condición de los ciudadanos. La economía debe estar al servicio de los derechos más fundamentales: educación, sanidad y medioambiente. Hay que luchar por una sociedad más justa y solidaria”.

Estoy de acuerdo.