Desde la quiebra definitiva de la monarquía absoluta en 1833, y salvo el paréntesis de la última República en el exilio, no ha habido en la España contemporánea un presidente de gobierno, con mayor o menor acierto, sin el Estado en la cabeza. Pedro Sánchez es un caso extraño, está en ejercicio y, sin embargo, da muestras de no querer asumir, en las circunstancias actuales, que el gobierno de España debe gobernar y que los ejecutivos de las comunidades autónomas deben gestionar. Es muy cuestionable que aparezca como un busto publicitario de medidas y, ante la enorme crisis que ya estamos padeciendo, no plantee un Acuerdo de Estado, con mayúsculas, amplio.

Los últimos ruegos de algunos presidentes regionales para que se prorrogue el estado de alarma y las contradictorias sentencias de los tribunales superiores de justicia confirman que el Estado existe, pero que el gobierno central no gobierna. Por mucho que Sánchez nos repita “vacunar, vacunar, vacunar”, cualquier persona responsable sabe que el país sólo se puede sacar adelante mediante “pacto, pacto, pacto”. Sobran todos los políticos que antepongan sus intereses electorales y partidistas al interés común y básico de la ciudadanía: salud, libertad y trabajo digno. Al no existir una prelación en los factores, es necesario un Acuerdo de Estado entre las principales fuerzas políticas, que explique con claridad el sacrificio que la sociedad en su conjunto ha de realizar en la próxima década, sean parados, asalariados, autónomos, pensionistas o empresarios. Qué país queremos, en términos educativos, constitucionales, tecnológicos, laborales, etc.; esa es la cuestión clave y no es posible abordarla ni acordarla con la escasa proyección electoral de una legislatura. No todo depende ni ha de depender de Europa.

Además, un paternalismo europeo es contraproducente para la credibilidad de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial españoles. Ni siquiera el Estado debe guiar a los ciudadanos, les debe informar y proponer las mejores soluciones que garanticen un futuro digno para todos, en el que se respeten las libertades públicas y privadas. Aunque a los libertarios les pese, el Estado no es solo el conjunto de las instituciones con sus respectivos gobiernos, es también la suma de esos poderes y el común de la ciudadanía. Decía Baruch Spinoza que el fin del Estado no debe ser “convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, y no se hagan la guerra con ánimo injusto. El fin del Estado es pues, verdaderamente, la libertad”.

Las concentraciones del pasado fin de semana, invocadas en nombre de la libertad, no fueron el resultado de la irresponsabilidad de muchos jóvenes y no tan jóvenes, sino de la incapacidad de los gobiernos para cumplir la función ejecutiva del Estado. Las escenas de aglomeraciones festivas no justifican necesariamente una vuelta a la restricción de la libertad de movimiento, en todo caso ponen en evidencia que, ante el temor de una penalización electoral, los gobiernos central y autonómicos no tienen un proyecto común de futuro. Carpe diem, piensan muchos ciudadanos si no se sabe a dónde vamos. Mañana será otro día, ha debido pensar el presidente Sánchez, tan aficionado a jugar con la frágil memoria de buena parte de la ciudadanía.

La pandemia ha dejado al descubierto muchas deficiencias e inutilidades de nuestra sociedad y de las instituciones que la representan. Hasta movimientos tan sectarios como el Procès se revelan ya no sólo como insolidarios, sino también como ridículos y trasnochados. El reto del Estado, es decir, de todos, es recuperar lo mejor de nuestro reciente pero quebrado bienestar, y prescindir de enfrentamientos políticos estériles que posterguen el inevitable Acuerdo al que estamos abocados. Un gobierno sin sentido de Estado es la causa de un Estado sin gobierno, y de sus consecuencias.