De vuelta en Barcelona, fui con un amigo al restaurante de siempre, a la una del mediodía, en cumplimiento con las ordenanzas. El comedor estaba vacío, pero nos instalamos en la terraza, que también estaba vacía. Don Carlos, el jefe de camareros, se alegró de vernos y estaba especialmente amable, con esa nueva simpatía que prodigan los profesionales del gremio de la restauración cuando vuelves: es como si te agradecieran tu lealtad, en un mundo que les ha mostrado su naturaleza traicionera. Puede que esa lealtad no salvará el establecimiento, pero es un pequeño consuelo.

Cuando le anuncié que solo comería un plato la alegría del reconocimiento no le impidió insistir en que, por el contrario, tomase el menú completo, aludiendo a no sé qué normas de la casa y señalando la pizarra con su oferta de Primeros (macarrones, patatas guisadas o ensalada) y de Segundos (bistec, pescadilla,  buñuelos de bacalao). La mascarilla no me permitía verle la cara ni por consiguiente interpretar su expresión y, como me cuesta ponerme en la piel del otro, estaba empezando a molestarme aquella insistencia que me parecía impertinente. Recordé el verso de Pessoa: “Nunca se puede tener razón, ni en un restaurante”. Pero entonces mi amigo, que es más observador, me susurró: “Pide algo más”, y al camarero, con voz tranquilizadora: “Sí, conocemos las normas, usted cóbrenos el menú completo”. En ese instante comprendí el motivo de la insistencia del jefe de camareros: luchaba literalmente por cada euro.

–Pero pidan algo de segundo –repetía, defendiendo también su dignidad: el precio justo, no una limosna.

Ahora me fijé más en él. La precariedad y la mascarilla le infundían una nueva, decorosa gravitas. A la que también contribuía el tiempo libre de que disponía por la falta de trabajo: cuando no estamos ocupados, estamos preocupados. La amenaza del virus ha convertido a (casi) todo el mundo en un pensador.

Preocupación y simpatía. ¿A qué me recordaba esto?... A un conserje en Dubrovnik, después de las guerras civiles yugoslavas. Los turistas germánicos e italianos que antes abarrotaban sus hoteles, sus playas y sus islas habían desertado por miedo a las bombas. Ahora el centro de la preciosa ciudad parecía un salón barroco después del baile, con todas las arañas rielando en el vacío pavimento de mármol.

El enemigo también se había retirado. Yo era literalmente el único extranjero en toda la ciudad. El cliente único del hotel Excelsior, cuyo conserje de noche había pasado más allá del aburrimiento; aquel hombre lo había trascendido todo, pero seguía juzgando necesario llevar la corbata y la chaqueta con sus entorchados de almirante.

Al otro extremo del espacioso vestíbulo en penumbra los tres ascensores aguardaban con sus puertas metálicas abiertas de par en par. Cada noche, al recoger la llave de mi habitación, charlaba un rato con el conserje, que me observaba con gratitud y extrañeza. En sus ojos yo leía: “Qué bien: un ser humano. Pero ¿cómo es que no hay muchos más como él, muchos más forasteros? ¿Cuándo volverán por fin?”

O sea: ¿cuándo le sería devuelta su vida de antes de la guerra? Yo era acaso el primer signo de que la larga temporada excepcional de espera, revelación y preocupaciones, se acercaba a su final. La devolución estaba ya en marcha. Yo era su heraldo. El anuncio de que llega la vacuna.

Raro que el alcalde de Dubrovnik no me impusiera una medalla, o me diera las llaves de la ciudad. Me la merezco, pues pasé allí una semana. Anduve por el camino de ronda. Por todas partes se oía rugir el mar. Una semana.

¡La medalla de Dubrovnik!

–Bueno, de primero macarrones. Y de segundo… los buñuelos de bacalao