Barcelona se diseña ahora a golpe de pinturas Alpino que siempre fueron un clásico. Como si se tratase de un gran tablero de parchís para que los escolares, que ahora comienzan el curso, coloreen la ciudad con una nueva perspectiva cuya señalética nadie entienda. En plena cautividad, con nocturnidad y alevosía, nos han pintarrajeado la ciudad sembrándola de cachivaches, bolardos y bloques de cemento que ahora se llaman bancos. Como si fuese un inmenso mosaico surrealista en el que cruzar algunas calles se convierte en un viaje de riesgo y aventura. El espacio público se transformado en un lugar del que se puede apropiar el primero que tenga una ocurrencia.

Ya no se sabe tanto a dónde vamos como a dónde nos llevan. La evolución de los espacios en la ciudad, sujetos a mutación constante, apunta a que el futuro será más apto para cazadores de momentos irrepetibles que para amantes de la rutina. Queda pendiente definir qué Barcelona necesitamos para vivir y qué proyecto queremos para habitar en el futuro. El gran reto es despejar la incógnita de qué urbe se está diseñando por un gobierno municipal inoperante y un autonómico inexistente. Entre uno y otro hacen imposible saber cómo será la nueva Barcelona de mañana capaz de afrontar los cambios que alterarán nuestra noción de movilidad, conectividad, identidad, comercio, consumo, turismo, gobernanza, seguridad, demografía o cultura.

Las ciudades, los grandes núcleos urbanos se mueven. Barcelona, simplemente, muta. Ha dejado de atraer y ahora expulsa. Cada vez es más fácil encontrarse gente que se interroga sobre “¿qué pinto en una ciudad que no me gusta?”, en un lugar triste, sucio, confuso. Mientras se añora la ciudad cosmopolita de antes, se teme la Barcelona turística y el debate se sitúa entre el bullicio y la aspiración a la tranquilidad, esperando el advenimiento milagroso de un espacio vinculado al crecimiento, la tecnología, la internacionalización y la cultura, conectado con el mundo y capaz de interrelacionarse con él. La pérdida del sentido de pertenencia a algo de lo que se sentían orgullosos, hace que falten incentivos para vivirla. Pascual Maragall dijo que en el barcelonés coexisten narcisismo y sufrimiento. Lo que nunca imaginó es que la decadencia de la ciudad que rigió fuera a estribar en la ausencia de un proyecto, lejana al impulso y el entusiasmo colectivo de 1992 que la puso en el mundo como un lugar atractivo, resultado de un empeño ya anterior de esplendor y creatividad.

Uno de los principales retos de las ciudades modernas es determinar si es gobernada por las emociones o la ideología, por los responsables políticos o por una locatis iluminada, sin convertirlas en arma arrojadiza, identitaria o victimista impidiendo su desarrollo. Es preciso repensar y redefinir el espacio público para mantener su carácter y no sólo de aquellos con voluntad de manifestarse. Están obligadas a reactualizar su lugar en la esfera internacional más allá de las soflamas populistas y proponer una nueva forma de estar en el mundo. De las administraciones cabe siempre esperar que no pongan trabas a ello. El problema surge cuando no hay nadie al otro lado del teléfono, incapaz de controlar lo público y garantizar lo privado. De otra forma, será imposible dejar atrás la crisis económica, la independentista, de modelo y reputación, pasando de ser una ciudad con tensión a una ciudad en tensión que ponga en valor su alto potencial.

Hace demasiado tiempo que Barcelona ha quedado en manos de quienes, más que fabular sobre su futuro, han querido apropiarse de ella para defender causas que la subordinan a otros objetivos como el independentismo, el populismo o intrascendentes batallas de partidos. Ha quedado encerrada y ensimismada en su grandeza pasada aun disponiendo de activos para reconectarse a su potencia máxima.

Una de las principales razones por la que las ciudades sucumben a sus propios temores es que éstos apagan la capacidad de sus habitantes y líderes políticos de fabular sobre ellas, chocando una y otra vez con la politización e impidiendo su puesta en marcha efectiva. Lo que está en juego es cómo deseamos vivir los barceloneses que aspiramos a que la  ciudad no nos reste aquello que habíamos disfrutado, como recuperar la ciudad europea, antipopulista y culta ahora convertida en escenario independentista, capaz de liderar su presente y su futuro, de compatibilizar el desarrollo económico con la lucha contra las desigualdad y la pobreza, donde el turista no sea el enemigo y el civismo vuelva a ser un pilar para la gobernanza. No se puede liderar esta ciudad sin establecer o restablecer el diálogo entre todas las fuerzas políticas y sociales, alcanzando acuerdos y promoviendo consensos para recuperar la centralidad cultural y económica.

En el caso de las grandes urbes y potentes, el tamaño importa, sólo puede ser resultado de la suma de todos. Sigue pendiente un gran debate: Barcelona será metropolitana o no será. Ello exige promover fortalezas, sumar sensibilidades y capacidad de las instituciones públicas y privadas para avanzar con dinámicas orientadas hacia afuera y no hacia adentro. Mirar hacia los lados y no solo hacia el mar, un espacio que puede conducir a todos los sitios o no llevar a ninguna parte. Requiere también liderazgo para pilotar un proyecto urbano en el que viviría más de la mitad de la población de Cataluña. Y aquí es donde asalta la duda. Porque, de no ser así, parecemos caminar hacia una ciudad choni, con un payaso de pregonero en modo jijijaja y dando igual tener de alcaldesa de la ciudad o de presidente de la Generalidad a un avatar o un alienígena.