Pedro Sánchez se ha estrenado como presidente con una batería de medidas de corte populista. Todas ellas significan un coste enorme para el Erario. En apenas dos semanas, ya ha comprometido gastos adicionales por valor de 5.500 millones.

La alegría con que el Ejecutivo maneja el peculio de todos no puede sorprender demasiado. Al fin y al cabo, alberga a una ministra como Carmen Calvo, que tiene dicho que “el dinero público no es de nadie”. Como si lloviese del cielo.

Los equipos socialistas de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero volatilizaron la pasta de los contribuyentes con pasmosa celeridad. Sánchez acaba de empezar y no parece sino que quiera emularlos.

Una de sus primeras medidas consiste en eliminar los peajes de las autopistas cuya concesión vence próximamente. Los conductores están de enhorabuena. Por fin, van a desaparecer las nefastas barreras, causantes de atascos sin fin.

Lo que los voceros de Sánchez se callan como bellacos es que el mantenimiento de las vías correrá, a partir de ahora, a cargo del Estado. Por tanto, van a sufragarlo todos los residentes, sean usuarios o no. A la vez, dejarán de fluir a las arcas de Hacienda los impuestos que las vituperadas concesionarias venían aportando.

Entre este año y el próximo terminan las concesiones de la AP-1, Burgos-Armiñón; la AP-7, Alicante-Tarragona; y la AP-4, Sevilla-Cádiz. Los restantes tramos de la AP-7 en Cataluña, desde Tarragona hasta La Jonquera, concluyen en 2021. La asunción de dichas vías supone para el Estado un dispendio de 450 millones anuales.

Una medida mucho más inteligente --y menos demagógica-- habría sido implantar la llamada viñeta, ya en uso en muchos países. La pagan los conductores, una vez al año, y nadie más.

Otra gravosa decisión de Sánchez consiste en restablecer la sanidad universal para todo bicho viviente, eliminada por la ministra popular Ana Mato. Ello implica extender la asistencia gratuita a los europeos avecindados en España e incluso a los inmigrantes sin papeles. El monto, 1.100 millones anuales.

Sánchez pretende también liquidar el copago de las medicinas, que afecta a los pensionistas con mayores recursos. Su instauración por Ana Mato yuguló un fraude mayúsculo y puso coto a unos dispendios que tendían al infinito. El brindis al sol sanchista cuesta 400 millones.

Los anuncios transcritos palidecen frente a la pretensión de vincular otra vez el alza de las pensiones al IPC. Se calcula que la cuenta anual no bajará de 2.000 millones. Pero, además, engordará cada año. El cambio propuesto es insostenible a medio plazo. Pero eso a Sánchez le trae al fresco.

El problema de las pensiones radica en que ningún Gobierno central las ha querido abordar con seriedad. Todos han optado por pasarle el muerto al siguiente que venga, y allá se las componga.

El sistema de previsión nacional se basa en el principio de reparto, no de capitalización. El dinero que desembolsan los actuales cotizantes no se guarda en un banco para devolvérselo cuando se retiren. Los fondos se emplean en satisfacer las actuales pensiones.

Se trata, en resumen, de un montaje piramidal, idéntico a la macro estafa que el bróker neoyorquino Bernard Madoff perpetró años atrás. Cada año hay más jubilados, más longevos y con pensiones mayores. Por el contrario, la grey de los cotizantes se mantiene estable o se contrae. En conclusión, el sistema está literalmente en quiebra.

Se calcula que los trabajadores de menos de 40 años cobrarán el día que se retiren unas pensiones equivalentes al 50% de las que les corresponderían hoy en día.

Inflar la factura nacional, como intenta Pedro Sánchez, no tiene ni pies ni cabeza. Aunque le pueda proporcionar grandes réditos electorales, que al fin y al cabo es lo que busca.

Por si todo lo dicho fuera poco, Sánchez planea aumentar los permisos laborales de paternidad hasta las 6 semanas. El coste se cifra en otros 1.550 millones.

Cuando Felipe González asume el poder en 1982, la deuda pública heredada del régimen franquista y de la UCD es de 31.000 millones. Bajo el felipismo se multiplica nada menos que por diez, hasta los 320.000.

En 1996 toma el relevo José María Aznar. Durante su mandato, el alza de la sangría se contiene. La deuda “solo” crece hasta 390.000.

Zapatero enarbola el testigo en 2004 y da rienda suelta al despilfarro. El endeudamiento casi se dobla, hasta los 743.000.

Con Mariano Rajoy torna a amortiguarse la velocidad del crecimiento. Aun así, la masa deudora que endosa a Pedro Sánchez alcanza la cifra récord de 1,15 billones.

El déficit de las cuentas estatales sigue un curso similar al de la deuda. Se dispara con Zapatero, en plena crisis, hasta 118.000 millones en un solo año. Rajoy lo ha embridado por debajo de los 30.000 millones anuales. Pero ya amenaza con desbordarse, pues Sánchez semeja decidido a que España vuelva a ser jauja. En consecuencia, no le quedará otro remedio que atornillar a los ciudadanos mediante subidas de impuestos generalizadas.

Los voceros gubernamentales ya han soltado algunos globos sonda en tal sentido. El derroche parece una especie de plaga bíblica que asola este país de forma recurrente. Cada vez que los socialistas mandan en la Moncloa, el gasto --y por ende los impuestos-- se desmelenan de forma irrefrenable.