La portavoz del Govern, Patrícia Plaja, ha definido el 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional de España, como la "efeméride de un genocidio". Una fecha en la que “no hay nada que celebrar”, como solía decirse en el Quinto Centenario del descubrimiento de Ultramar, que ya se había descubierto a sí mismo, mucho antes. No sabe la joven Plaja que el mundo latino siente como suya la Latinoamérica que abunda en los corazones de los que hemos hecho de aquellas tierras un suelo común. No sabe que Hispanoamérica es una cultura, no solo del castellano sino también del sentir. Plaja no ha bajado a los valles profundos del volcán Cotopaxi; su somnolencia nacionalista no despierta ni ante los densos destinos de la selva amazónica de Henri Michaux, hoy castigada por las multinacionales extractivas.

Todos conocen que las tropas realistas españolas fueron derrotadas por Sucre, líder de la independencia ecuatoriana; memorizan las batallas de Simón Bolivar y del general San Martín, que llegó a caballo desde Patagonia hasta el puerto de Guayaquil para reunirse con el Libertador. Mucho después de la descolonización, Plaja y su Govern tiran al muñeco, sin pensar, sin ni siquiera imaginar, que la Latinoamérica de hoy es el jardín de las Hespérides. Tiran a voleo, igual que lo hace Díaz Ayuso, desde el otro extremo, cuando compara los movimientos indigenistas con el comunismo y afirma que la hispanidad solo llevó “libertad, paz y prosperidad al continente”; ayer fue su Día de la Raza y el de Casado, con la Hispanidad como lo más destacado de la “romanización”, el invento que Aznar recogió de los años del Antiguo Régimen, cuando se hablaba de la madre patria. Su Hispanidad no cuestiona en el daño causado por un sistema de dominación y explotación racial y sus defensores no aceptan autocrítica alguna; no han oído hablar de la Serpiente Emplumada, las tropas españolas de Cortés y Pizarro, y tampoco conocen la Noche Triste de los hombres --“montados en bestias, con fuego en las manos y cubiertos de metal”, como dice la canción de Amparo Ortega-- que sin embargo sintieron en lo más hondo el latido del Nuevo Mundo.

Y sobre este latido, aunque rugiendo pólvora sobre el mantel que diría Octavio Paz, se ha edificado una cultura común, la de Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Juan Bosch, Augusto Roa Bastos, García Márquez o Carlos Fuentes. Se han levantado altares de convivencia y respeto entre las dos orillas del Atlántico, germinados en encuentros entre genios como José Martí y Rubén Darío, maestro y discípulo; el primero, formado en la metrópoli española, mártir de la independencia cubana en Dos Ríos y el segundo, volcado hacia nosotros a través de Azul, su gran poemario.

Es la hora de Latinoamérica desde el día en que Rulfo escribió Pedro Páramo, el último canto rural, cuya acción desembocó en modernidad en el momento en que apareció La región más transparente de Fuentes, rematada por La manzana de oro, de Sergio Ramírez, hoy alejado de su país, Nicaragua, a causa de la idolatría populista de su presidente. La Hispanidad no es neutral, pero inaugura la Hispanoamérica de hoy, huella profunda de una cultura híbrida y hermanada mas allá de sus orígenes. Son los intelectuales americanos del último siglo los que han desmontado la herencia colonial. ¿Cómo? Han unido en vez de separar. Y tengo a mano una lista que va de Roa Bastos hasta Mutis pasando por Allende, Laura Esquivel, Alejo Carpentier o Cabrera Infante. Nadie abrazado a una bandera es más que el otro.

Por eso resulta patético el grito de no hay “nada que celebrar” lanzado por Patrícia Plaja y exigido por los políticos soberanistas sobre las espaldas de un país que se sobrepone siempre, como demostró Barcelona en tanto que capital editorial de los años del boom. Las Indias hispanas han forjado un constructo de futuro gracias al castellano, la lengua común; y es ahí donde le duele al nacionalismo catalán, porque no advierte que la suma del castellano a la lengua hermana, el catalán, nunca resta; solo enriquece.