Puede que solo sea una impresión personal, pero diría que los años gloriosos de la telebasura están quedando atrás. Nos llegan noticias constantemente de las bajadas de audiencia en Telecinco y de los planes de su jefazo, Paolo Vasile, para recuperar el favor de la audiencia. Intuyo que esos planes pasan por remozar los contenidos consagrados al cotilleo, pero no se acaba de ver que tal cosa suceda.

Puede que el canto del cisne del chismorreo audiovisual fuese la serie de Rocío Carrasco sobre lo mucho que había sufrido con su Antonio David (y que se decidió a revelar, tras años de doloroso silencio, a cambio de unos honorarios generosos, pues una cosa es empoderarse gratis y otra, hacerlo con la cuenta bancaria saneada).

Pasado aquel éxito innegable (y hasta bendecido por ciertas políticas de Podemos especialmente obtusas), me da en la nariz que empezaron a pintar bastos. Por lo que he leído, la nueva edición de Supervivientes funciona de maravilla, pero los buques insignia de la casa (Sálvame y sus derivados) no parecen pasar por su mejor momento.

A las pruebas me remito: la pobre Belén Esteban, bautizada en tiempos como la princesa del pueblo, se ha roto la tibia y el peroné en directo y tras tremendo leñazo y no veo a la opinión pública demasiado preocupada al respecto ni sobreactuando en el terreno de la compasión. Lo mismo puede decirse de la rotura de radio que ha protagonizado Lydia Lozano en su propia casa mientras intentaba calzarse una bota (a partir de ciertas edades, es mejor sentarse para tales necesidades domésticas).

Yo creo que, en tiempos pasados, la nata que se ha pegado Belén habría tenido muchísima más repercusión, pues para algo era la princesa del pueblo. Entiendo que el trompazo que se pegó hace unos días el cantante Joan Dausà al arrojarse a lo Iggy Pop desde el escenario sobre su público, que se apartó de una manera bochornosa, no supere el ámbito catalán, pero Belén es una estrella en toda España y parece que a nadie le importa si se parte la pata, la cabeza o el orto. Si esto no es una señal de que sus años dorados han quedado atrás, no sé lo que es, francamente.

Desde otro punto de vista, tal vez lo extraño no sea el actual desinterés que suscita Belén con sus desgracias corporales, sino el interés que despertaba cuando lo único que hacía era poner verde a su exmarido, el torero, y asegurar que, por la hija de ambos, pese a la renuencia de la niña a comerse el pollo, era capaz de matar. Lo suyo fue, indudablemente, muy meritorio: se convirtió en una estrella sin saber hacer la o con un canuto y recurriendo a un repertorio de vivencias personales más bien limitado.

La cosa funcionó durante años, pero algo ha debido pasar para que ahora se nos descuajeringue la pobre en un plató y todo el mundo silbe y mire hacia otro lado (guardaré un piadoso silencio sobre los esfuerzos de Lydia Lozano por chupar un poco de cámara a costa de su propia torpeza a la hora de calzarse una bota, aunque estoy seguro de que, dada su tendencia a vestir cual ave exótica, la bota debía ser rutilante no, lo siguiente).

¿Será posible que la gente se haya cansado de la princesa del pueblo y, de paso, también de los programas en los que sale y que cada día resultan más cansinos y repetitivos? De hecho, ni la propia Telecinco se está matando para tenernos al corriente de cómo evoluciona su estado de salud. Estoy convencido de que, en otras épocas, habría un enviado especial a la puerta de la clínica donde se encargaran de ella (como cuando había un propio destacado permanentemente frente al prestigioso bar Rasca, propiedad del cónyuge de Belén anterior al actual) y sería constantemente entrevistada para ver cómo iba la recuperación.

De la misma manera que las televisiones privadas incidieron negativamente en la audiencia de las públicas, podría ser que las plataformas de streaming le estén haciendo la pascua a Telecinco (aunque la reciente caída de suscriptores en Netflix no haga mucho por mi teoría). En cualquier caso, algo pasa en el mundo del cuore y es posible que la saturación, la repetición, la falta de novedades y la inevitable fatiga de los materiales (que se rompen, como hemos podido comprobar con Belén y Lydia) estén acabando con la edad de oro del chismorreo audiovisual.

Renovarse o morir, reza el dicho. Y ya se ha visto que repetirse y romperse no funciona. De ahí a augurar el fin de la telebasura hay un largo trecho. Juraría que el género se está reinventando en la sombra (me gusta imaginar a Vasile en un sótano, sentado a una mesa en compañía de difusos seres siniestros cubiertos, a poder ser, por negros capirotes) y que pronto se renovará porque hay mucho dinero en juego. Pero, de momento, vivimos un curioso interregno en el que, parafraseando la célebre frase, el pasado ha muerto (o se ha roto) y el futuro no acaba de llegar. ¡Póngase las pilas, Don Vasile!