Me sorprende -o no, tal como está el patio- que las noticias más cafres del mundo del fútbol se queden confinadas en la sección de deportes de los diarios y sean asumidas como cosas de lo más normal, cosas que pasan en el fútbol porque el fútbol es así, los hinchas tienen sangre en las venas y a veces ocurren desgracias por las que tampoco vale la pena poner el grito en el cielo. Mientras nuestras almas más puras sangran por la muerte de la perrita Sota en Barcelona, a nadie parece preocuparle que, el miércoles pasado, en Roma, a raíz de un partido entre el Inter de Milán y el Nápoles, un ser humano -aunque en esos momentos no ejerciese de tal- muriese atropellado por un coche y otros cuatro fuesen cosidos a puñaladas. Llovía sobre mojado: pocas semanas antes, la final de la Copa Libertadores tuvo que celebrarse en Madrid porque no había manera de llevarlo a cabo en Buenos Aires sin que las aficiones del Boca y el River se molieran mutuamente a palos. ¿Nadie detecta que en el fútbol actual hay un grave problema de índole mental?

Pasemos por alto la evidencia de que la mayoría de los héroes del balón son una pandilla de tarugos enriquecidos por su habilidad con los pinreles: es la ley de la oferta y la demanda. La culpa no es de los tarugos, que, simplemente, se aprovechan de una situación que les favorece, sino de los hinchas que los consideran dioses y de los directivos de los clubs que se hacen ricos con ellos. No voy a perder el tiempo con obviedades sobre la diferencia de sueldo entre un futbolista y un filósofo, ya que la filosofía -o sea, pensar- les interesa a cuatro gatos, mientras el fútbol es la única razón de ser para millones de personas. ¿Pero no podríamos intentar entre todos introducir un poco de cordura en un ambiente que se nos está yendo de las manos?

Durante un tiempo, se hablaba constantemente de la necesidad de eliminar la presencia en los estadios de los hooligans, pero no parece que se haya hecho gran cosa al respecto. Por el contrario, los directivos de los clubs no es que los mimen, pero casi. En vez de prohibirles la entrada a los estadios, se los apelotona en zonas concretas para que estén a gusto entre ellos y no la emprendan a porrazos con el vecino. Son tan animosos y entregados que, al parecer, no se puede prescindir de ellos. A veces, a uno se le escapa un navajazo, o le da por abrirle la cabeza a un hincha del equipo contrario con una botella de whisky introducida de matute, o se pone a pegar tiros -como pasó hace muchos años en el estadio de Heysel-, pero da la impresión de que todo eso se considera business as usual.

No lo es. Como cambiar de continente para celebrar un partido de interés local es absurdo. Tan absurdo como desplazarse a Roma desde Milán y Nápoles para liarse a puñaladas o hacerse atropellar mortalmente. Yo no veo que los devotos de determinado torero se líen a mamporros con los de otro, pero las corridas se consideran una salvajada y la estocada final, un asesinato. Nuestros animalistas más dementes son capaces de mostrar su alegría en Twitter si la diña un torero o de amenazar de muerte a un guardia urbano -incluyendo en esas amenazas el asesinato de su hijo de dos años-, pero pasan olímpicamente de las bajas entre el contingente más animal del género humano, por el que deberían sentir cierta simpatía a causa de su elevada irracionalidad.

El partido de Roma ni siquiera se interrumpió cuando ya se sabía lo que había ocurrido en la calle. Supongo que porque lo que pasaba en el campo era sagrado. Y porque el fútbol, como todo el mundo sabe, es así.