El general Franco se murió hace casi medio siglo, pero su presencia se mantiene en la sociedad española. Si alguien intenta olvidarse de su siniestra figura, ahí están los Gobiernos progresistas para recordárnosla, frecuentemente a fuerza de recurrir a la llamada memoria histórica (o memoria democrática), algo que, en principio, estaría muy bien si sirviera para algo más que el intercambio de sopapos entre la izquierda y la derecha y el recurso constante al “¡Y tú más!”.
Se agradecería también que la memoria histórica se aplicara a todo el pasado, no solo al que le conviene a quien la reivindica, pero, en la práctica, solo consiste en recordarnos los horrores del franquismo (de los que ya somos conscientes la mayoría de los españoles, muchas gracias) e insinuarnos que la actual derechona es su heredera directa, algo que es cierto en según qué casos y falso en según qué otros: yo diría que aquí el único partido claramente posfranquista es Vox, cuyo líder se da unos aires a lo José Antonio, aunque sin la cultura y la inteligencia del fundador de Falange y con la camisa nueva (que tú bordaste en rojo ayer) tres tallas más pequeña que la que le corresponde.
Aunque sea a regañadientes, el PP se ha ido alejando de todo lo que suene al caudillo (el presidente de la Generalitat valenciana dijo el otro día que sí, que el franquismo fue una dictadura: ¡enhorabuena por la epifanía, señor Mazón!). Vox, por su parte, suele salirse por la tangente mientras reivindica su peculiar idea de la libertad, que acostumbra a consistir en prohibir cosas aparentando que se planta cara a la corrección política y al pensamiento woke.
A partir de Rodríguez Zapatero (¡ese líder providencial!), el PSOE empezó a adoptar cierto tono guerracivilista que se ha acentuado con Pedro Sánchez, a quien le va muy bien para tratar de disimular su tendencia al medro y la trapisonda. Gracias a Podemos y Vox, cada uno a su manera, ese tono guerracivilista se acentuó porque los primeros querían ganar la guerra que perdieron sus abuelos y los segundos querían volver a ganarla (afortunadamente, ni unos ni otros han llegado muy lejos).
El caso es que llevamos ya un tiempo instalados en una memoria histórica que a veces parece más bien histérica y que, además, se muestra un tanto selectiva, pues se reduce al franquismo y sus funestas consecuencias. Otros dramas más recientes, por el contrario, se abordan desde algo muy parecido a la amnesia. Pienso especialmente en todo lo que afecta a la actividad de ETA durante décadas, tema sobre el que ha caído una especie de silencio sepulcral, como si el “grupo armado” (según la pusilánime definición de Pello Otxandiano, el candidato de EH Bildu a las elecciones vascas de mañana) nunca hubiese existido o, aún peor, mereciera algo parecido al respeto.
Puedo entender, aunque me parezca asqueroso, que en Euskadi no se aborde el tema, del que tanto se benefició el PNV (recordemos a Arzalluz y su metáfora sobre los que agitan el árbol y los que recogen sus frutos), y hay que reconocer que se ha producido unanimidad entre todas las fuerzas políticas a la hora de hacerse el sueco (si alguien saca el asunto, la sociedad vasca, que sigue moralmente enferma, como demuestra lo bien que le va a EH Bildu, lo mira con severo reproche y lo acusa prácticamente de crear alarma social).
ETA no se pasó a la política por una elección moral, como suele insinuar Otegi, sino porque sus militantes ya no podían con su alma y las fuerzas de seguridad del Estado les estaban dando más palos que a una estera. La decisión, en todo caso, fue acertada: aunque los de Bildu sean los herederos de los de la capucha (como se deduce de los ongi etorri y de esos mítines tan pintureros que ha dado Bildu durante la campaña electoral a escasos metros de donde ETA se había cargado a un presunto enemigo de Euskadi), a la mayoría de los vascos no solo se la sopla, sino que los vota con entusiasmo… ¿Y cómo la vas a tomar con ellos cuando tu propio presidente del Gobierno recurre a Bildu para mantenerse enganchado al sillón? Gracias a Sánchez, hemos pasado de la socialización del sufrimiento al blanqueo del brazo político de ETA.
De esta manera, el proceso de amnesia colectiva puesto en marcha en el País Vasco se ha extendido a toda España, hasta conseguir que recordar los crímenes de la banda terrorista sea considerado una especialidad de la derecha y, sobre todo, unas mezquinas ganas de incordiar a un Gobierno que apuesta por el progreso y la convivencia. Que los partidos políticos y una gran parte de la sociedad vasca echen la vista atrás y no vean nada reseñable es miserable, pero comprensible: a nadie le gusta repasar su quiebra moral, sobre todo los que se beneficiaron de los crímenes de ETA o miraron hacia otro lado para no meterse en líos. Pero que el resto de la sociedad española comparta la amnesia voluntaria de los vascos ya me resulta más molesto de encajar.
El franquismo fue un espanto, sí. ETA, también. Pero la selectiva memoria histórica que se nos quiere imponer solo insiste en la primera de ambas lacras. Se trata de que tengamos mucha memoria para algunas cosas y ninguna para otras. Y a mí esa actitud, como el franquismo y ETA, también me parece un espanto.