Se supone que el 9 de mayo se acaba el estado de alarma, pero todo parece indicar que cada comunidad autónoma intentará hacer de su capa un sayo y actuar como le parezca, pues ya se sabe que cada uno es cada cual y lo que sirve para Madrid es prácticamente imposible que sirva para Barcelona, Bilbao, Zaragoza o Ciudad Real. Ante el aviso de que empieza el epílogo del coronavirus, los gobiernos autonómicos van tomando posiciones para tomarse cada uno el final del estado de alarma como mejor le convenga. Los catalanes, siempre en vanguardia a la hora de llevar la contraria (o de hacer las cosas a nuestra manera; es decir, bien, pues ya se sabe que, en Madrid, por definición, lo hacen todo mal), ya estamos preparando una reforma legal para mantener el toque de queda. Para no ser menos, asturianos y andaluces se empiezan a estrujar el magín para, dicen, acotar las restricciones. Vascos, gallegos, castellano-leoneses y castellano-manchegos agradecerían una prórroga del estado de alarma que se van a tener que pintar al óleo. Valencianos y aragoneses piensan acogerse a leyes autonómicas para justificar las medidas que tomen, aunque aún no se sabe cuáles van a ser. Y así sucesivamente.

No tengan ustedes la menor duda de que cada taifa encontrará las explicaciones pertinentes para justificar por qué los bares deben cerrar a las once o a las doce o (o a las siete de la tarde) o por qué hay que llevar mascarilla hasta el día del juicio, pero voy a tener serias dificultades en creérmelas. Llámenme centralista (hay cosas mucho peores), pero tengo la impresión de que la principal tarea de los gobiernos autónomos consiste en discrepar de cualquier medida que el estado tome con la intención de aplicarla en todo el territorio nacional. Si podemos disfrutar de 17 toques de queda distintos, ¿para qué conformarnos con el mismo para todos? ¿Acaso no somos todos diferentes, únicos, especiales y, digámoslo claro, más listos y más guapos que los inútiles que viven a cien kilómetros de distancia?

A día de hoy, el célebre café para todos de Alfonso Guerra que dio origen al estado de las autonomías no parece haber resuelto el problema para el que se fabricó, que era, si no recuerdo mal, el encaje definitivo en España de Cataluña y el País Vasco: los catalanes seguimos dando la chapa con la independencia y los vascos brillan como siempre en el chantaje permanente al estado y la obtención de chollos como premio a haber eliminado el asesinato con excusa política de su vida cotidiana. Por su parte, los que ni siquiera tienen lengua propia (aunque algunos se la inventan: de ahí idiomas tan necesarios y tan ricos como el aragonés o la llingua asturiana) también gustan de ponerse farrucos y hacerse las víctimas. Por no hablar del caso de Madrid, donde se ha creado un monstruo en la figura de Isabel Díaz Ayuso, inventora del madrileñismo, que no se sabe muy bien que es (aparte de tomar cañas a todas horas y no cruzarse jamás con tu ex novia) y que le quita toda la gracia a una ciudad cuyo atractivo siempre radicó en la simpatía y el carácter a la pata llana de sus habitantes, ya fuesen éstos nativos o de aluvión, y en que, siendo todo el mundo de su padre y de su madre, el nacionalismo regional no se lo tomara en serio nadie.

Puede que sea muy tarde para deshacer el sistema autonómico y, como algunos desearíamos, sustituirlo por una estructura federal a la norteamericana, con su gobernador en cada región española, pero, por lo menos, deberíamos ser conscientes del engorro que representa cada vez que hay que tomar alguna decisión que afecta al conjunto de los habitantes del país. Para lo que tenía que servir, no sirvió, aunque reconozco que para multiplicar los gastos, los cargos, el funcionariado, el nepotismo y las actitudes caciquiles, el sistema autonómico es inmejorable. No sé para qué necesitábamos diecisiete tarjetas sanitarias diferentes y a menudo incompatibles. Tampoco sé para qué necesitábamos cuerpos policiales autonómicos. O diecisiete presidentillos para un país de dimensiones más bien reducidas. En la práctica, ese sistema autonómico solo ha servido para entronizar el terruño como lo más sagrado (para los que se lo creen, ya sea por patriotismo o por conveniencia) o para que todo huela a egoísmo, a provincianismo y a qué-hay-de-lo-mío (para los que nunca se lo han tomado en serio).

Lamentablemente, el único partido que quiere acabar con el estado de las autonomías es Vox, pero intuyo que para sustituirlo por algo todavía peor. Y dentro de un tiempo, cuando sus representantes estén chupando en masa del bote autonomista, hasta llegarán a la conclusión de que lo del café para todos, aunque se lo inventara un rojo malaje, tenía su gracia. El refrán “Tres españoles, cuatro opiniones” goza, gracias al sistema autonómico, de más vigencia que nunca. Puede que ese sistema no represente más que despilfarro y creación gratuita de conflictos, pero cada día hay más gente que vive estupendamente de él y no va a dejar que se lo desmonten así como así. Por otra parte, la deslealtad legendaria de los nacionalistas hace imposible un federalismo fetén, pues para ellos, todos somos iguales, pero algunos son algo mejores y merecen un trato especial. Así pues, yo diría que hay autonomismo para rato, sobre todo porque, a diferencia de la monarquía, nadie parece interesado en iniciar un debate sobre su pertinencia (si se quiere elegir entre monarquía y república, también se podría hacerlo entre estado federal y estado autonómico, ¿no?).

A partir del 9 de mayo podremos ver cómo afronta el estado de las autonomías la etapa final de la pandemia. Yo ya tiemblo. Aunque no tanto como ante el reparto de los millones europeos para hacer frente a las consecuencias económicas del Covid, pues no me fío ni del gobierno central ni de los regionales. Intuyo que para entonces ya tendremos gobiernillo en Cataluña, por lo que agradecería la visita de algunos alemanes muy serios que se encarguen de impedir que los fondos europeos se inviertan en comprarle programas a Jaume Roures para TV3 o en inaugurar la embajada catalana en Gambia o Lichtenstein. Y ya que están en España, que se acerquen por Madrid, que entre Sánchez y Ayuso no les va a faltar trabajo fiscalizador.