Intuyo que en un mundo perfecto no harían falta grandes acontecimientos para que prosperaran determinados países, regiones o ciudades. En ese mundo perfecto, los responsables del buen funcionamiento de la sociedad se harían cargo con eficacia del día a día del país, la región o la ciudad de turno y no habría que organizar ferias universales, juegos olímpicos y demás eventos de esos que contribuyen a darles un empujoncito en la buena dirección a los diferentes territorios.

Lamentablemente, España (y cualquier otro país) no se rige por tan cabal intención y, en vistas a empujar el carro, hay que tirar de grandes pesebres que involucren a la mayor cantidad de gente posible en una tarea común. Lo pudimos comprobar cuando la olimpiada del 92 en Barcelona, que situó a la ciudad en el mapa y, sobre todo, propició una serie de obras públicas que deberían haber sido puestas en marcha mucho antes (más vale tarde que nunca: hoy me he levantado refranero).

Evidentemente, siendo como somos y teniendo en cuenta que la condición humana da de sí lo que da, siempre hay espabilados que aprovechan para lucrarse a título personal con lo que debería ser un logro colectivo, pero se trata de vigilarlos un poco para que no se extralimiten en su tendencia a ejercer de pescadores en río revuelto (insisto en el refranero: ¿debería preocuparme?).

Los hipotéticos juegos de invierno de 2030 son otra de esas oportunidades para revitalizar un territorio y darle un poco de boato a la nación que lo acoge, motivo por el cual su evolución tal vez no debería quedar en manos de gobiernos autonómicos: las rencillas entre Cataluña y Aragón se han convertido en un espectáculo deplorable que solo puede interrumpirse con un golpe en la mesa del Estado.

Ya sé que en España ni el Estado es una cuestión de Estado, pero viendo cómo se portan los gobiernillos regionales, tal vez haya llegado el momento de interrumpir sus trifulcas, disfrazadas de amor al terruño, y dejar las decisiones en manos del Comité Olímpico Español a la hora de marcar los lugares en que esa olimpiada invernal debería tener lugar. Sé que el sistema autonómico complica las cosas, pero nadie ha dicho que ese sistema autonómico forme parte de ese mundo perfecto al que me refería al inicio de esta columna.

Nada hay que objetar a la candidatura inicial de la ville de Barcelona, que diría el difunto Samaranch, como no sea la evidencia de que no vamos muy sobrados de nieve y necesitamos la de los demás (en este caso, la de ciertas partes de Cataluña y Aragón). Tampoco estaría mal que el gobiernillo lazi no aprovechara la ocasión para practicar el procesismo olímpico, aspirando a liderar la candidatura y, obedeciendo a su natural supremacista, tratando al socio baturro como si fuera Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí.

No sé muy bien qué hemos hecho, pero hemos logrado ofender con nuestra actitud a los aragoneses, cuyo presidente, Javier Lambán, parece tener tendencia a rebotarse con cierta facilidad: no descarto que aún se acuerde del sainete con las obras de arte sacro de Sijena que tanto nos empeñamos en no devolverles a los maños, como si fuesen una pandilla de gañanes obsesionados con recuperar lo suyo sin tener en cuenta que el material estaba más seguro y lucía más en nuestras manos.

Los unos por los otros, la casa sin barrer (y dale con los refranes) y la olimpiada de invierno colgando de un hilo, por no hablar de la impresión a lo olla de grillos que da España ante el COI por nuestra aparente incapacidad de ponernos de acuerdo en nada (convenientemente ayudados por todos esos defensores de cualquier territorio a los que siempre les parecen mal los paripés internacionales, como si sin ellos hubiese en España la más mínima posibilidad de que las cosas se movieran en la dirección adecuada).

En el punto de caos y descontrol al que ha llegado la candidatura olímpica española, tal vez habría que poner algo de orden desde el Estado. Es complicado, ya que el sistema autonómico deja a menudo en manos de las partes lo que debería ser competencia de todos. Pero ante la actitud perdonavidas del lazismo en el poder y la piel extremadamente fina del señor Lambán, nos está saliendo un pan como unas hostias que dudo mucho que resulte del agrado de los mandamases del COI, a los que imagino preguntándose: “Pero bueno, ¿esta gente quiere organizar los juegos o no? ¿Podrían aclararse de una vez?”.

A mí la única manera que se me ocurre de aclararse es pasar olímpicamente (nunca mejor dicho) de las administraciones autonómicas y de los amigos del territorio enemigos de la especulación inherente a cualquier clase de fastos y que sea el Comité Olímpico Español el que decida dónde se celebran las competiciones, sin que nadie más eche su cuarto a espadas. ¿Despotismo ilustrado? Puede que algo de eso haya. Pero ya hemos visto lo bien que se portan los gobiernillos locales cuando hay que llegar a acuerdos y puede que haya llegado la hora de recordarles que son meras gestorías con pretensiones que no pueden imponer su criterio en cuestiones que afectan a todo el país.