La muerte de Quino y el estreno de Patria en HBO y Telecinco han hecho aflorar en las redes sociales a un montón de opinadores espontáneos de ésos a los que nadie se la da con queso. Mientras la prensa lamentaba el fallecimiento del humorista argentino y alababa en general la adaptación audiovisual de la novela de Fernando Aramburu, Facebook (supongo que Twitter también, pero yo es que no frecuento ese rincón del chiflado) se llenó de comentarios de gente que se ciscaba en Mafalda y que le perdonaba la vida a Aramburu por haber escrito, según ellos, un best seller del montón que algunos, como avisaban, ni pensaban leer (parece que habían descubierto que Patria era un asco por pura intuición o gracias a estar dotados de ciencia infusa).

Los quejicas eran de diferentes modelos. A algunos les movía exclusivamente el deseo de hacerse el listo y dar la nota ante obras que han gozado de una amplia aceptación popular y que, por consiguiente, hay que denigrar para distinguirse del populacho. Otros iban de entendidos en literatura y señalaban los, según ellos, múltiples desaguisados de la novela de Aramburu: estilísticos y conceptuales, de forma y de fondo; recordaban a esos que se dejan caer por la conferencia del escritor al que más odian y que esperan al turno de preguntas para poder decirle en la cara que le consideran un autor lamentable y un ser despreciable (a veces añaden que ellos han escrito novelas mejores que no han sido publicadas porque los editores también son unos tipos abyectos).

Los detractores de Quino insistían en la (supuesta) cursilería de las tiras de Mafalda (de acuerdo, había momentos de cierta ñoñez progre, pero se imponían los del mejor y más eficaz humor), sin reparar en que el propio autor se cansó de ella en diez años y fabricó luego una obra mucho más interesante, tanto a nivel gráfico como de contenido, aunque nunca alcanzara la gloria y las ventas de las andanzas de Mafalda y su pandilla.

Evidentemente, uno está en su derecho de no verle la gracia a Quino y de no soportar la prosa de Fernando Aramburu, pero hay algo de aguafiestas rencoroso en el hecho de esperar a que uno se muera y al otro lo adapten a la televisión para soltar la hiel almacenada durante años. Es una actitud pueril, pero alguna satisfacción debe proporcionarles a todos esos listos a los que nadie --pero es que nadie, oiga-- se la va a dar con queso jamás. Y es que los quejicas inoportunos tienen una opinión elevadísima de sí mismos que, lamentablemente, no es compartida por la mayoría de sus coetáneos. Como se consideran muy listos, todos los demás les parecen tontos, prescindibles, carentes de talento. Quino y Fernando Aramburu han vendido cientos de miles de sus libros y han gozado del favor de la crítica; por consiguiente, hay que cargar contra ellos.

Otros preferimos sorprendernos gratamente de que obras que nos gustan le gusten a mucha más gente. No estamos acostumbrados. Lo normal es que nos conmueva una película que no va a ver nadie, que nos hechice un disco que nadie piensa escuchar, que nos haga felices una novela que no vende ni 300 ejemplares de su primera y única edición. Por eso, cuando nuestro gusto coincide con el de cientos de miles de seres humanos, nos sorprendemos, primero, y nos alegramos, después. No es que nos sintamos más parte de la humanidad que antes, pero la sensación es reconfortante. Otros se sienten reconfortados --y hasta realizados y vindicados-- cuando pueden poner a caer de un burro a alguien que se acaba de morir o al que acaban de adaptar. Me temo que para ellos se inventaron en el fondo las redes sociales. Antes había que subirse a un cajón de naranjas en la esquina de una plaza y cagarse en todo lo cagable hasta que llegaban los guardias. Gracias a Facebook y Twitter, ya no hay que desgañitarse ni que pasar frío ni que acabar en el cuartelillo. Puedes denigrar a quien quieras y no hace falta ni que te identifiques. Ya lo decía la zarzuela: hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad.