Hace unos días vi por televisión a uno de los responsables de uno de los museos españoles más importantes explicar, con mal disimulado orgullo, cómo habían alterado en su noble institución las cartelas de algunos cuadros vetustos cuyos títulos podían resultar actualmente ofensivos a determinados colectivos.

Términos como “enano”, “gordo”, “retrasado mental” y otros por el estilo (puede que no fuesen estos concretamente, pero ustedes ya me entienden) habían sido sustituidos por eufemismos más acordes con los tiempos que vivimos, en los que cada vez son más los colectivos que se ofenden por cualquier cosa y a los que, no sé muy bien por qué, parecemos estar obligados a hacer caso si no queremos ser acusados de reaccionarios.

Evidentemente, el enano, el gordo y el retrasado mental del Siglo de Oro siguen siendo exactamente lo mismo que fueron en su tiempo, pero hay que hacer como que se les respeta, aunque lleven muchísimos años muertos y enterrados. Estamos ante una nueva variante de una costumbre tan reciente como molesta, que consiste en mirar al pasado con los ojos del presente.

En mi opinión, no hay ofensa alguna en respetar los títulos de los cuadros de antaño: era otra época, con otras costumbres y otros puntos de vista. Y, además, por mucho que nos empeñemos y muy woke que nos pongamos, un cojo seguirá siendo un cojo y no una persona de movilidad alternativa (ya en la posguerra, como recordaba Fernando Fernán Gómez, si habías ganado la contienda y habías salido perjudicado, eras un “caballero mutilado”, y si la habías perdido, un “jodido cojo”).

Pero la Nueva Izquierda Imbécil se pirra por los resignificados, como se ha visto en el caso de la canción eurovisiva Zorra, término que ahora (se supone que) se aplica a las mujeres empoderadas (aunque hay un notable sector del feminismo que no está de acuerdo con dicha resignificación). Si te dicen que Zorra ha cambiado de sentido, eso significa que preferirías que enviáramos al putrefacto festival de Eurovisión el Cara al sol de los falangistas (Sánchez dixit).

Bajo la batuta woke del ministro de Cultura, Ernest Urtasun, cuya relación con la cultura a lo largo de su discutible carrera ha sido más que dudosa (supongo que había que echarle algo a los de Sumar y no iba a ser algún ministerio importante), el mundo museístico español se dedica a la mejora de las cartelas, para que se vea que en la España progresista y convivencial de Su Sanchidad se pretende poner coto a los desmanes lingüísticos del pasado.

El gordo del cuadro de turno seguirá hecho un tocinillo, pero no se hará mención del asunto en la cartela, donde se le denominará de algún modo que aleje de la obra las sospechas de gordofobia. Lo que tengan que ver estos parches woke con un genuino interés por el arte se me escapa, pero también es verdad que siempre es más fácil cambiarle el título a un cuadro que tomarse en serio la organización de nuestros museos. Otro gesto de cara a la galería que sale barato y con el que se supone que quedas bien, como el progresista convivencial que eres.

Me pregunto si la cosa se detendrá ahí o si procederemos también a retitular libros y películas cuyos títulos resulten inadecuados en los tiempos presentes. ¿Qué tal les suena La empoderada madame Bovary, El discutible ciudadano Kane o La hoguera de las vanidades reaccionarias y banales? Con esto de reescribir el pasado, se sabe cómo se empieza, pero no cómo se acaba.

Y de la misma manera que los melómanos se distinguen entre los fans de Zorra y los del Cara al sol (en medio, un gran silencio), los aficionados al arte, la literatura y el cine se dividirán a partir de ahora entre los progresistas que acepten sin rechistar los necesarios cambios de título (y puede que también los de algunos párrafos o secuencias) y los reaccionarios que seguirán llamando a sus libros y películas como siempre se llamaron (con su sutileza habitual, el presidente podrá acusarlos de leer a Vizcaíno Casas, revisar Raza en bucle y machacar a los vecinos escuchando a todas horas, y a un volumen ensordecedor, el Cara al sol).

Vivimos unos tiempos tirando a estúpidos, y los eufemismos museísticos forman parte de esa molesta estupidez. Sobre todo, porque se pretende dar de España una imagen tan falsa como la que ofrecía el franquismo con sus caballeros mutilados y sus jodidos cojos: en la España progresista no se le llama gordo a nadie (aunque no adelgace ni a tiros ni se le eche una manita económicamente controlando un poco el precio de una alimentación saludable). Nuestro Gobierno no se conforma con controlar el presente, también quiere reescribir el pasado.

Me viene a la cabeza una vieja serie de la tele franquista escrita y protagonizada por el gran Adolfo Marsillach (Silencio, estrenamos, creo recordar que era su título). La telecomedia por entregas narraba las desgracias de un autor de provincias que se traslada a Madrid para intentar estrenar una obra teatral que ha escrito, La honradez recompensada. Lo consigue tras muchas peripecias, pero el título sufre las absurdas imposiciones de la censura hasta acabarse llamando La honradez recompensada, siempre, en España. Imposiciones ideológicas de una época felizmente pasada que ahora son sustituidas por memeces buenistas como lo de cambiarle el título a los cuadros para que nadie (que no esté en sus cabales) se ofenda.

Y sobre la política cultural española, si eso, ya hablaremos otro día, que ahora estamos con el progreso, la convivencia y echarles algo de comer a los de Sumar, no se vayan a rebotar, como Yolanda Díaz, que se va a Palestina sin consultarlo con nadie. Si en la España de Franco nadie pasaba hambre, en la España de Sánchez no existen los enanos. ¡Cuánto progreso, Dios mío!